Una vez que te atrapa, del café resulta difícil escapar. Y a mí me tocó, durante años, cubrir las continuas variaciones del mercado cafetero en Londres y reportar sobre la brutal helada que acabó con la cosecha de Brasil en 1975 e hizo que los precios se triplicaran en los siguientes dos años.
Recuerdo además muy bien el oscuro cuarto de subastas del puerto brasileño de Santos, donde los operadores de bolsa se reunían para disputarse las últimas ofertas del mercado antes de retirarse a sus polvosas oficinas para oler y probar sus granos de exportación.
Y recuerdo también un café nada extraordinario que me tomé tiempo después en Saigón, luego de que las Naciones Unidas le enseñaran a la emergente Vietnam cómo cultivar café y los vietnamitas terminaran sobreexportando sus granos a todo el mundo, haciendo que los precios se desplomaran por doquier.
Cuando los países productores de café se reunieron para tratar de establecer cuotas de producción que evitaran nuevas caídas de precios, a mi mente viene el sabor del exquisito café que servían en la sede la Organización Internacional del Café, una suerte de OPEP cuya oficina quedaba al doblar la esquina donde está el edificio de la BBC en Londres.
Y recuerdo el increíble café que tomé en Ruanda, cuando trataban de convencer al mundo de la sorprendente calidad del grano cultivado en ese país marcado por el genocidio.
También está atesorado en mi memoria el soberbio sabor del que probé en Singapur, en un local donde hacen gotear cubos de hielo sobre el café molido para producir un licor concentrado que luego es diluido con agua caliente. El proceso dura 12 horas y sabe delicioso.
Y recuerdo el muy particular Kopi Luwark que sirven en Yakarta. Ahí las bayas del café son dadas a comer a civetas, para que el animal las procese en su aparato digestivo. Los granos son recolectados cuando el animal los expele y se venden a un precio elevado.
El café tenía un sabor interesante, pero no exquisito. Y a medida que la demanda por esta exótica versión se ha incrementado en Indonesia, grupos han comenzado a denunciar casos de crueldad contra los animales.
Y la demanda por el café está creciendo en todas partes. Se dice que se está convirtiendo en el segundo mercado de mayor valor, luego del petróleo.
Mi encuentro en Medellín
Ahora, lo que me trajo toda esta galería de recuerdos fue un encuentro que tuve hace unos días con una de las tazas de café más deliciosas que he tomado en mi vida.
Tal como le ocurrió a Marcel Proust cuando probó aquella magdalena, mi taza de café de Finca La Soledad - Urrao, me trajo todas una serie de sensaciones de vuelta.
La probé al pie de las montañas de Medellín, en Colombia, el tercer exportador más grande de café en el mundo.
(Imagen: El proceso de preparación en el Laboratorio del Café comienza con pesar los granos como suma precisión, luego los muelen sin que queden muy finos, y posteriormente los filtran.)
Medellín es la segunda ciudad más grande de ese país sudamericano, pero en décadas recientes era conocida sobre todo por exportar otro tipo de estimulante, la cocaína. En 1991, llegó a ser la ciudad más violenta del mundo con más de 6.300 asesinatos, como consecuencia de los enfrentamientos entre las bandas que controlaban el comercio de esta droga.
Luego de una larga guerra, sin embargo, los narcos están en retirada. Y Medellín se encuentra inmersa en un proceso de renovación que le ha permitido cultivar un nuevo brillo como urbe.
Un nuevo metro y un teleférico –el metro cable– han acercado a los habitantes de los barrios más pobres a un mundo de oportunidades; nuevos parques e impactantes edificios han ayudado a cultivar un nuevo, y tangible, orgullo por la ciudad.
El proceso de elaboración
Sobre todo esto me senté a reflexionar frente a una plaza de la ciudad que se encuentra demarcada por 23 enormes esculturas de Fernando Botero, actualmente el artista más reconocido del país.
Las suyas son figuras facilmente reconocibles, de gente extraordinariamente corpulenta. Botero le ha regalado numerosas pinturas y esculturas a su ciudad natal y estas son realmente inolvidables.
E inolvidable también era el café que estaba tomando mientras observaba la plaza desde El Laboratorio del Café, un establecimiento que se precia de servir algunos de los mejores cafés de la región.
Tal como le ocurrió a Marcel Proust cuando probó aquella magdalena, mi taza de café de Finca La Soledad - Urrao, me trajo todas una serie de sensaciones de vuelta
Ahí, ví a un barista pesar los granos con suma precisión, molerlos sin que quedaran muy finos, y luego decantarlos en un filtro.
Posteriormente virtió agua a 90 °C, no hirviendo, sobre pequeñísimas porciones de café dentro de una jarra de vidrio, para luego servirlas.
El olor. El sabor. No hizo falta leche o azúcar. Fue delicioso, realmente delicioso.
Y de repente estalló un aguacero sobre esta ciudad de la eterna primavera, como la llaman en Colombia.
Fue así como vinieron a mí los mejores recuerdos y sabores que he tenido del café.