“Nunca antes fui vegetariano, no tenía sintonía con el tema. Tenía muchos prejuicios, quizás hasta me reía un poco. Como siempre lo hacen los carnívoros absolutos, trataba lo vegetariano como una enfermedad moderna. Hace cuatro meses, sin embargo, me puse a cuestionar todo eso y dejé de comer carne.

Todo empezó a ocurrir de a poco cuando en octubre o noviembre del año pasado llegó María (Cabezas, chef), quien es hija de mi ex señora y vivió conmigo entre su año y medio y sus 14 años de edad. La quiero mucho, tenemos una buena relación. Ella, vegetariana hace tiempo, estuvo trabajando ocho años en Francia y cuando regresó en 2023 a Chile empezamos a conversar del tema. Probé cosas que ella preparaba. Me surgieron preguntas.

En marzo estábamos pensando en hacer cambios a la carta del Liguria y pensé que tal vez María podría incluir unos tres o cuatro platos vegetarianos. Cuando se lo comenté a mi equipo, me dijeron que estaba loco. Le pregunté a algunos amigos que se dedican a la gastronomía y me comentaron lo mismo.

Yo, porfiado como soy, me dije: ‘Bueno, entonces lo que hay que hacer es un restaurante vegetariano’. Le comenté la idea a María. A ella le encantó la propuesta. Es joven, impulsiva, rebelde. Nos pusimos a trabajar todos los días en mi oficina, llenando pizarras de ideas. Pensando, creando, incluso complotando, porque esto era como un complot dentro de la empresa. Al principio nos miraban feo, pero luego algunas personas se empezaron a entusiasmar. Le dimos un espacio a María en la cocina del Liguria de Lastarria para que probara sus preparaciones.

Al mismo tiempo, tomé la decisión de convertirme en vegetariano. Para ver cómo era la experiencia cuando vas a restaurantes. Y fue horrible, porque no tienen opciones. Y las que hay están ideadas por gente que es carnívora, con la idea de que la comida vegetariana debe ser insípida, como de dieta de clínica.

Cuando preguntas qué te pueden ofrecer sin carne, el garzón da un paso atrás y te mira. Luego, lo que te ofrecen son los agregados: un poco de puré con tomate, una ensalada cruda, arroz, papas fritas… Y pasa también que cuando un vegetariano pregunta qué hay para tomar, te ofrecen jugo, agua mineral, un té. Asumen que no consumes alcohol. Te tratan como un enfermo, no como un gozador que quiere disfrutar el sabor.

Definitivamente, hay una dictadura de la carne. Un protagonismo excesivo. Las cartas en general están estructuradas de la misma manera: escalopa con agregado, osobuco con agregado, pescado frito con agregado... No digo que hay que reemplazar la carne, sino que se necesita ampliar la mirada. La cantidad de legumbres que tenemos, de papas, de hierbas, que no les damos importancia, que no se le pone trabajo, que están totalmente invisibilizadas.

Por eso, cuando te ves forzado a quitar la carne del menú, nace la creatividad. Sacando la proteína animal, el plato queda un poco vacío y te obliga a la reflexión, a innovar, a volverte de nuevo atractivo. Que se critique que lo vegetariano es un tema de nicho o sólo de ñuñoínos, a estas alturas ya es ridículo. Son chistes que hacen los carnívoros.

“Vamos a tragar agua”

De todos los Liguria (son cuatro), el de Pedro de Valdivia era el que más se ajustaba para convertirse en restaurante vegetariano. Es pequeño, está en un barrio entretenido, rodeado de muy buenos lugares, incluso pegado a una parrilla. Eso daba incluso un cierto barniz de audacia. Tenía entonces las condiciones para desarrollar allí una especie de laboratorio.

Abrimos recién, el jueves 29 de agosto. Elegirle un nombre fue todo un tema. Partimos recurriendo a la Inteligencia Artificial, que nos entregó 250 propuestas. Ninguna me gustó. Al mismo tiempo, empezamos a cachar que el equipo que ya se estaba definiendo para trabajar en el restaurante decían sotto voce: ‘Oye, parece que me voy a ir a trabajar al Veguria’. Cuando lo escuché, supe que ahí estaba el nombre.

Como en todo el resto de los Liguria, aquí los dueños somos mi hermano Juan Pablo y yo. Para echarlo a andar, no tuvimos que meter tanto dinero. Calculo que la inversión total no debe haber superado los $ 50 millones.

Lo cerramos un mes e hicimos un cambio en el interiorismo, a cargo del Bazar de la Fortuna, y del diseño se encargó Coni Gaggero, quien estuvo muchos años trabajando en museos de Londres y ahora volvió a Chile. Tuvimos que reformular la cocina.

El equipo del Veguria se seleccionó dentro de quienes ya trabajaban con nosotros, como una especie de postulación entre quienes querían emprender la aventura. Como Shackleton en la Antártica: no sabemos si vamos a salir vivos, pero va a haber reconocimiento, orgullo y aprendizaje. Vamos a zambullirnos, vamos a aprender a nadar y vamos a tragar agua. Es una piscina distinta. Y todo es sin culpa, pero también sin disculpas.

Habrá gente que dirá que esta apuesta desperfila a la marca Liguria. ¿Y por qué no tener esa discusión? Y si nos equivocamos o no resulta, ¿cuál es el problema? Además, las marcas pueden ir cambiando. Pensemos en el Volkswagen Escarabajo, o en el Fiat 600, o en el Dahiatsu Charade. Han ido evolucionando. Como lo hacen también las personas.

“¿Caro con respecto a qué?”

Los precios del Veguria son un 20% más baratos que los del Liguria. No usamos carne, que es cara, y también hay una estructura de precios distinta.

La gente tiene una cosa con la cocina chilena: que debe ser buena, bonita y barata. Siempre me he preguntado por qué. Con los mismos ingredientes vas a comer un mismo plato a un restaurant vietnamita, que vale 50% más, y no pasa nada. O cuando compras unas gyozas o una pizza. ¿Por qué entonces exigirle al charquicán o a la cazuela que sean baratos? Te digo por qué: porque se desprecia la cocina chilena, que no te viste de cosmopolita y te remite a algo que ya conoces.

En redes sociales hay gente que alega por los precios del Liguria. Porque los encuentran caros. Yo me pregunto: ¿caros con respecto a qué? Desde el estallido y la pandemia hemos subido los precios un 25%, un 28%, que es el IPC acumulado desde el 2019 hasta ahora. Y hay productos, materias primas, que han subido más, que triplican el IPC acumulado. Ahora, si vamos a discutir nuestros precios por redes sociales, estamos cagados.

Lo digo muy en serio: los usuarios de redes sociales que alegan y que critican todo, y que está muy bien que lo hagan, en su mayoría están muy poco informados. Además tienen otra condición: son como perritos de departamento, como esos perritos falderos de viuda que ladran, ladran, ladran, pero cuando le abren la puerta no salen, bajan las orejas y se esconden.

En la gastronomía la principal red social es la mesa. Ahí la gente se conoce. Ahí está el tejido social. También en la barra, donde la gente se presenta, habla, discute. Yo conocí a mi señora en el Liguria, mientras hay gente que hoy se conoce a través de redes sociales o Tinder. Yo no me relaciono ni hago caso a las redes sociales.

En todo caso, valga aclarar que en el Liguria estamos en el ticket promedio (gasto por cliente) de restaurantes en Providencia. Eso es entre $ 28.000 y  $ 30.000.

“He vivido una vida un poco plástica”

En estos cuatro meses de vegetariano pensé que iba a bajar de peso, pero subí cuatro kilos. Eso porque cuando salgo lo único que puedo comer son papas fritas, pan, pizza, pastas. Excepto la carne, no he dejado nada más: sigo fumando, sigo bebiendo alcohol.

Creo que para el 18 de septiembre voy a volver a la carne. Pero creo también que luego de eso seré un tipo de híbrido: bajaré la cantidad a una vez a la semana por ejemplo, y seguiré con todo este lado vegetariano que se me ha abierto. Mi señora come muy poca carne, no es fan como yo. Mis hijos lo mismo. Lo que les gusta es la parrilla, pero ahora hacemos parrillas vegetales: cebollas, espárragos, y con el humo ahumamos la lechuga, el repollo, a veces una piña.

Se me abrió un mundo de sabores. Pero para mí lo más interesante es trabajar los prejuicios. Estoy en una edad en que tengo que empezar a botar las barreras. Me ha hecho pensar mucho una canción antigua, una salsa del disco Siembra, de Rubén Blades con Willie Colón. Se llama Plástico, habla de gente plástica que vive en un mundo plástico. Yo creo que he vivido una vida un poco plástica. No mala ni sin reflexión, sino que me refiero a la alimentación. Pero la misma canción dice que hay posibilidades de cambiar.

Tengo 56 años. Armé el primer Liguria a los 22 (en la esquina de Tobalaba con Providencia, que ya no existe). Son ya 34 años en esto. Ha sido un viaje espectacular, la raja. No exento de problemas y atados, los peores, pero maravilloso. Y es inevitable pensar cómo serán los próximos 34. ¿Serán haciendo lo mismo? No. Me quedan pocos años de trabajo (en el Liguria). Yo me quiero retirar, no luego, pero hacerlo. Pienso empezar ese plan en unos cinco años más. Digamos que ya empecé a sacar las ruedas…

Tienen que venir nuevas generaciones. Mis dos sobrinas, hijas de mi hermano, ya trabajan aquí con nosotros. Se están preparando bien. Está también María. Que vengan otros que tomen decisiones sin el peso de la figura mía o la de mi hermano, que venga aire fresco, que nos rejuvenezca a todos.

Debo ver qué hacer después de mi salida. Me quiero dedicar a otras cosas. Aún no las tengo claras, pero podría ser trabajar con mi mujer y dedicarme a hacer libros. Ella (Gabriela Precht) es editora. Me encantaría también vivir fuera de Santiago, en Chiloé, por ejemplo. No existe un lugar más hermoso en el planeta. La mejor comida, los mejores alimentos, las mejores personas, la mejor cultura, las mejores historias, la mejor memoria, las mejores nubes, el mejor pasto, los mejores colores.

No tengo un terreno allí, ni en ningún lado. Estamos hablando de sueños”.

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