Laura Pérez Cervera, Universidad Miguel Hernández; Santiago Canals, Universidad Miguel Hernández y Silvia de Santis, Universidad Miguel Hernández
A pesar de estar aceptado en nuestras sociedades, el alcohol es responsable de más de 2,5 millones de muertes al año. Por si fuera poco, la dependencia de esta droga es una de las enfermedades psiquiátricas más prevalentes del mundo.
Esa dependencia se caracteriza por una reducción gradual del control cognitivo sobre las actividades relacionadas con el alcohol y una capacidad limitada de los individuos para aprender nuevos hábitos. La sucesión de ciclos de consumo y abstinencia es característica de esta condición psiquiátrica, y evitar la recaída el objetivo terapéutico fundamental.
Existen varios tratamientos farmacológicos destinados a evitar la recaída, todos ellos de baja eficacia. El paciente alcohólico es especialmente vulnerable a recaer en los primeros estadios de la fase de abstinencia, y la probabilidad de reincidir desciende conforme el paciente se mantiene alejado del alcohol. De ahí que la abstinencia per se pueda considerarse un tratamiento.
Pero ¿es suficiente con dejar de beber? ¿Qué le ocurre al cerebro durante la abstinencia? ¿Por qué no hay tratamientos más eficaces?
La abstinencia cura… pero no de forma inmediata
La idea más extendida es que los daños que ocasiona el alcohol sobre el cerebro revierten conforme avanza el tiempo. Por eso la recaída es cada vez menos probable y la abstinencia se considera un tratamiento en sí. De hecho, se ha visto que, tras 6 meses de sobriedad en pacientes que no han sufrido recaídas, las capacidades cognitivas mejoran significativamente.
No obstante, si reparamos en estadios más tempranos (entre 1 y 6 semanas después de dejar la bebida), se observa que las alteraciones producidas en la microestructura del tejido cerebral progresan. Es decir, que durante la fase temprana de la abstinencia no solo no se repara el daño cerebral, sino que parece empeorar.
¿A qué se debe esta progresión del daño? Aunque no hay respuesta definitiva a la pregunta, parece que el sistema inmune podría estar implicado. Si bien la función principal del sistema inmune es proteger al organismo de agresiones externas, cuando se activa de forma crónica o desproporcionada puede pasar de ser nuestro mejor aliado a una causa de enfermedad grave. Es lo que sucede en la esclerosis múltiple y la enfermedad de Crohn, dos ejemplos de enfermedades autoinmunes en las que el sistema inmunitario ataca al propio organismo.
Pues bien, combinando observaciones en pacientes y modelos animales de consumo crónico de alcohol, hemos podido mostrar que las alteraciones microestructurales se pueden explicar en base a una respuesta inflamatoria cerebral.
¿Cuál podría ser el mecanismo? La neuroinflamación puede originarse por una interacción directa del alcohol con las células cerebrales neuronales e inmunitarias. Pero también a partir de una inflamación en otros órganos.
Concretamente, sabemos que el alcohol interactúa con el intestino produciendo disbiosis y aumentando su permeabilidad, lo que permite la liberación de fragmentos de bacterias. Estos inducen una respuesta proinflamatoria en la circulación sistémica y en los órganos periféricos, particularmente el hígado. En estas condiciones, las moléculas proinflamatorias liberadas (como algunas citoquinas) y las células periféricas activadas pueden atravesar la barrera hematoencefálica e iniciar una respuesta neuroinflamatoria.
Desde este punto de vista, la inflamación mediada por el intestino y el hígado podría contribuir al daño cerebral.
Implicaciones clínicas
El objetivo principal de la práctica clínica actual es perpetuar la abstinencia y evitar la recaída. Sin embargo, hemos visto que no basta con que los pacientes dejen de beber: hay una progresión del daño cerebral que continua en ausencia de alcohol y que puede favorecer la recaída del paciente. Estas observaciones indican que el paciente requiere una asistencia especial en la fase temprana de abstinencia.
Nuestros datos apuntan a una intervención sobre los mecanismos inflamatorios para frenar la progresión del daño microestructural y, con ello, prevenir la recaída. Algunos datos en modelos experimentales en roedores ofrecen ya los primeros resultados positivos en esta dirección empleando medicamentos antiinflamatorios.
¿Cómo podemos hacerlo? Una cosa está clara: no bastará con un tratamiento que tenga como diana exclusiva el cerebro. Lo que de verdad funciona son intervenciones que no dejen de lado el eje intestino-hígado-cerebro.
Esto, lejos de ser una desventaja, puede favorecer el desarrollo de tratamientos con menos efectos secundarios. Al fin y al cabo, tratar el cerebro y su complejidad con aproximaciones farmacológicas clásicas no es sencillo, como demuestra la experiencia en el campo de la psiquiatría, ni está exento de efectos secundarios. Sin embargo, el eje intestino-hígado-cerebro nos ofrece nuevos puntos de acceso terapéutico. Por ejemplo, tratando la microbiota intestinal con prebióticos y probióticos. O diseñando planes nutricionales y hábitos de vida que recuperen la disbiosis intestinal y disminuyan el estado inflamatorio.
No habrá una solución única para todos los pacientes
Los pacientes con problemas de dependencia son muy diversos, con trayectorias muy variadas. Aunque el consumo de alcohol es el agente causal, las interacciones entre órganos (intestino, hígado, cerebro) y otros factores genéticos, ambientales, psicosociales y culturales desempeñan un papel determinante en la transición de un consumo social controlado a uno compulsivo.
Por este motivo no cabe esperar que un único tratamiento se ajuste a las necesidades de todos los pacientes. Por ejemplo, no sería sorprende que solo una proporción de los pacientes se beneficie de tratamientos antiinflamatorios durante la abstinencia. En este escenario, disponer de medidas biológicas objetivas, o biomarcadores que nos permitan seleccionar los pacientes que se van a beneficiar de uno u otro tratamiento, será muy beneficioso.
Esta estrategia nos acerca a la medicina personalizada o de precisión. Nos dirigimos a un futuro en el que diseñaremos tratamientos para individuos, no para poblaciones. Y lo haremos de forma integral, no pensando en órganos sino en organismos completos.
Laura Pérez Cervera, Investigadora predoctoral - Neurociencias, Universidad Miguel Hernández; Santiago Canals, , Universidad Miguel Hernández y Silvia de Santis, , Universidad Miguel Hernández
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.