La madre Teresa de Calcuta tuvo uno y Elton John sigue con el suyo: los marcapasos con sus impulsos eléctricos le ponen el ritmo al corazón de millones de personas en todo el mundo.

Al hacerlo latir adecuadamente, marcan además el paso del tiempo extra que nos permite vivir.

No sólo ha salvado a millones, sino que a menudo les ha mejorado considerablemente su calidad de vida.

Pero, ¿a quién se le ocurrió algo tan arriesgado como meter un aparato adentro del cuerpo para que se ocupe de que uno de nuestros órganos más preciados siga bombeando sangre?

Sobre los hombros de gigantes

Como tantas historias científicas y tecnológicas, se trata del resultado de conocimientos acumulados durante siglos.

Y como en tantos casos, los puntos de partida son difíciles de establecer.

Podríamos empezar con Aristóteles, quien concebía el corazón como "el origen de todo movimiento, pues es el que enlaza el alma con todos los órganos de la vida".

Dado que el primer paso necesariamente debía ser la comprensión del funcionamiento del corazón, la descripción del filósofo griego clásico (384-322 a.C.) ha sido calificada por expertos como "notablemente certera en términos de fisiología cardiovascular".

Respecto al corazón, Aristóteles también acertó.

El otro paso indispensable era entender que aplicarle electricidad al cuerpo podía resultar beneficioso, así no entendiéramos aún la razón.

Los romanos, por ejemplo, usaban los impulsos eléctricos de criaturas marinas como las rayas eléctricas para tratar dolores y gota aguda.

Pero fue en el siglo XVIII cuando se realizaron los primeros estudios sobre los efectos de la energía eléctrica al aplicarla al cuerpo.

La contribución involuntaria de las gallinas

Desde mediados del siglo XVII empezaron a salir publicaciones especulando sobre la naturaleza bioeléctrica del sistema cardiovascular.

En el siglo siguiente, la fascinación de los científicos con la electricidad fue más que evidente... ¿te suena alguno de estos nombres de las grandes mentes que estaban haciendo experimentos que llevaron a la comprensión básica de esta fuerza?

  • Luigi Galvani (1737 - 1798) y Alessandro Volta (1745 - 1827) en Italia
  • Charles-Augustine de Coulomb (1736 - 1806) y André-Marie Ampère (1775 - 1836) en Francia
  • George Ohm (1789 - 1854) en Alemania
  • Michael Faraday (1791 - 1867) en Inglaterra

Podríamos añadir el del físico danés Nickolev Abildgaard. Aunque su nombre no es tan conocido, fue a quien en 1775 se le ocurrió poner unos electrodos a ambos lados de la cabeza de una gallina.

Y, por supuesto, lanzó una descarga eléctrica.

Le dio un tremendo shock.

La gallina cayó muerta pero, afortunadamente para ella -si es que la situación en la que se encontraba daba cabida a la buena fortuna- Abildgaard no había dado por terminado su experimento.

Empezó a ponerle los electrodos en otras partes del cuerpo, sin obtener ningún resultado favorable para la gallina ni para él, hasta que se los puso en el pecho.

La gallina se levantó y, tambaleándose, se fue.

¡La había resucitado como por arte de magia!

Fue la primera desfibrilación de la que se tiene registro.

Además, fue el momento en el que empezó el futuro de las máquinas de desfibrilación que ahora vemos no sólo en los hospitales, sino también en ambulancias, oficinas, gimnasios y, a menudo, en las series de televisión.

El grito de alerta "todos atrás" se escucha a menudo en programas de TV antes de que una persona recibe una descarga.

Interfiriendo con la voluntad de Dios

Unos 150 años más tarde, en 1932, el fisiólogo estadounidense Albert Hyman hizo un aparato al que llamó "marcapasos artificial", que funcionaba con un motor a manivela.

Fue el primer artilugio ideado para controlar los latidos del corazón.

Sólo que no fue el único: al otro lado del océano, el anestesiólogo australiano Mark Lidwell había logrado independientemente lo mismo que Hayman: desarrollar la primera máquina para la regulación cardíaca.

Hyman la usó en animales pero nunca publicó ningún estudio de experimentos con humanos, algo que en esa época no habría sido visto con buenos ojos ni siquiera por sus colegas.

En los años 30 del siglo pasado, la estimulación artificial del corazón era un tema muy polémico.

En ese tiempo, la muerte se definía como el paro de la actividad cardíaca y la ausencia de pulso.

La percepción generalizada era que "prolongar la vida" y "revivir muertos" era interferir con la naturaleza y, aún peor, con la voluntad de Dios.

Hubo que esperar para "interferir con la voluntad de Dios".

La comunidad médica y la sociedad no estaban listas para la electroestimulación así que el marcapasos fue catalogado como un cacharro, en el mejor de los casos, o una máquina del diablo, en el peor.

Ni siquiera ante la tragedia de la Segunda Guerra Mundial el ejército estadounidense le prestó atención al clamor de Hayman para que usaran su creación para resucitar a los soldados.

Cuando pasó la guerra

A pesar del fracaso inicial, el camino ya estaba abierto.

A principios de los años 50 se desarrollaron marcapasos que funcionaban conectados al suministro eléctrico y eran portátiles.

Aunque sobre estos últimos hay que aclarar que lo eran sólo en el sentido de que eran unas cajas tan grandes que las movían sobre plataformas con ruedas a los lugares donde fueran necesarias... siempre y cuando hubiera una toma en la pared para conectarlas y no necesitaran que se movieran más lejos de lo que el cable permitiera.

Sin embargo, innovadores pronto crearon marcapasos más pequeños, algunos incluso que se podían llevar colgados del cuello, allanando el camino para la llegada de los marcapasos internos.

Así como los externos, los marcapasos internos se han ido encogiendo y mejorando.

Entre ellos, los colombianos Alberto Vejarano Laverde, médico, y Jorge Reynolds Pombo, ingeniero electrónico, quienes en 1958, construyeron un marcapasos externo que pesaba 45 kg, se alimentaba con una batería y funcionaba conectado a electrodos colocados en el corazón.

Ese mismo año, en Suecia, el cirujano Ake Senning y el médico inventor Rune Elmqvist desarrollaron un sistema e hicieron el primer implante de un marcapasos totalmente interno.

El beneficiario fue un ingeniero de 43 años de edad llamado Arne Larsson, quien había sido hospitalizado por un bloqueo cardíaco completo y frecuentes ataques de Síndrome de Stokes-Adams durante seis meses.

Su prognosis era muy mala.

En secreto

Para evitar la publicidad, la implantación del marcapasos se llevó a cabo en la noche cuando las salas de operaciones estaban vacías.

Con dos electrodos implantados en el miocardio y conectados al generador de impulsos del marcapasos colocado en la pared abdominal, el corazón de Larsson recobró su ritmo... por unas horas.

"Duró sólo ocho horas", relató Senning, quien presume que lo dañó al implantarlo.

"El otro marcapasos que tenía estaba en el laboratorio, así que se lo implanté a la mañana siguiente".

El segundo marcapasos funcionó bien durante aproximadamente una semana.

Esta fue la primera implantación de un marcapasos interno.

Una reunión histórica en Zurich, Suiza, para marcar el 20º aniversario del primer implante de un marcapasos. De izquierda a derecha: el cirujano cardíaco sueco Ake Senning (1915 - 2000), quien hizo la operación, Dr Rune Elmqvist (1906 - 1996), quien desarrolló la tecnología, y Arne H. W. Larsson, el destinatario original del marcapasos. La operación tuvo lugar el 8 de octubre de 1958.

Como Elmqvist utilizó transistores de silicio en el circuito, la necesidad de energía se redujo al mínimo.

Toda la unidad fue hecha a mano y estaba encapsulada en una resina que tenía una excelente biocompatibilidad.

Su diámetro aproximado fue de 55 mm, y su espesor de 16 mm.

Larsson vivió más tiempo que el ingeniero y el cirujano que le habían salvado la vida.

Tuvo en sus entrañas 11 diferentes modelos de marcapasos hasta su muerte por cáncer a los 86 años de edad.

Hoy en día hay marcapasos del tamaño de una moneda que no necesitan cables y se meten en el corazón.

Lo más avanzado: sin cables y una décima parte del tamaño de los marcapasos tradicionales. Un sensor determina si estimular o no el corazón según su actividad. Y dura entre 7 y 10 años.

 

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