La vida de Ximena Hinzpeter, de 51 años, dio un vuelco cuando se enteró de que su padre, el mismo que la había abandonado 30 años atrás, estaba perdiendo la memoria.

La periodista chilena tuvo entonces que retomar contacto y hacerse cargo, junto a sus dos hermanos, de un hombre que poco se acordaba de sus propios hijos.

Fue un proceso triste y frustrante, pero hubo algo que la ayudó a sanar las heridas: lacámara de fotos que su padre aún conservaba y que ella heredó para siempre.

Desde entonces han pasado dos años.

Dos años en los que no solo logró perdonar a su padre con demencia senil, sino que también pudo conocer y retratar las profundidades de un mundo vulnerable y marginado, el mismo al que ella dice haber pertenecido siempre.

Porque la vida de Hinzpeter no ha sido fácil. A los 25 años le diagnosticaron una enfermedad progresiva que le ha hecho perder paulatinamente la audición.

La llamada "hipoacusia bilateral genética" no tiene cura. Tarde o temprano, Hinzpeter quedará sorda.

Y así, la fotografía callejera se ha convertido en su refugio.

El periodismo lo dejó atrás -su sordera le impide hacer muchas de las tareas propias de esta profesión, dice- y pasó a esconderse detrás de su cámara. Desde ahí, afirma, puede ver la "esencia humana" de quienes merodean por las avenidas de Santiago y otras ciudades del mundo.

Muchos de sus protagonistas son gente de edad avanzada que, al igual que su padre, lo han perdido todo. También son personas que, por una u otra razón, han sido marginados o no encajan en la sociedad.

Desde Chile, Hinzpeter le cuenta su historia a BBC Mundo. En este relato en primera persona habla de lo que busca con sus fotografías (publicadas en su cuenta de Instagram @xime_hinz), del abandono de su padre y de su sordera sin retorno.


La fotografía siempre me llamó mucho la atención.

Mi papá tomaba fotos cuando nosotros éramos chicos. Cuando cayó enfermo, yo le saqué su cámara Canon y me fui a la calle con una pena muy grande porque él tenía demencia senil.

Primero partí por el barrio alto. Pero la verdad es que no me satisfacía y empecé a bajar.

Así llegué al barrio Recoleta (ubicado en el norte de Santiago) que está vivo; en la calle tú ves al ciego y al inválido. Las personas te dan una sonrisa o te sacan los dientes. Tú sientes la humanidad y eso es muy refrescante.

Lo que busco es retratar lo esencialmente humano. Y lo esencialmente humano siempre es un poco bonito y un poco feo, un poco alegre y un poco triste.

Intento mostrar cómo es la gente realmente. Quizás no tengo el pelo bien teñido ni las uñas bien pintadas, estoy llena de arrugas, tengo heridas, tengo pena y rabia. Pero ¿tú me quieres? Así soy yo.

A mi me interesa el mundo interior, no el exterior. Siento que los problemas humanos son universales. Y no importan las clases sociales o el sexo, al final todos tenemos los mismos problemas.

Quiero que nos reconozcamos como hermanos. Basta de estupidez. Este país hoy día se transformó en algo muy triste, eres pobre o rico, no hay alternativa.

Esas categorías son tan penosas porque todos tenemos miedos. En mis fotografías yo quiero mostrar la humanidad, somos todos merecedores de amor y atención.

Quiero acurrucar al sujeto que le robo una foto. Porque yo les robo fotos, no les pido permiso. Me miran, dicen: qué será eso y me corren la cara.

Pero siento que en mis fotografías ellos se ensalzan, se empoderan, se embellecen. Quizás sí, tienen caras de locos o están deformes, pero yo los veo empoderados. Eso es lo que me gusta.

En los chilenos hay una cuota importante de hostilidad, de desconfianza en el otro. Son bastante poco amistosos. Están enojados, es parte de lo que está pasando ahora. Ese enojo es muy evidente. A mí me han golpeado la cámara contra la cara.

Las mujeres se ven más aproblemadas que los hombres. Ellas siempre están más acongojadas o malhumoradas. Los hombres tienen más sentido del humor, pero ellos son muy niños. Y creo que esa es la gran tortura de las mujeres: que están solas a cargo de niños.

La vejez y el abandono de su padre

Me he conmovido mucho con la vejez. Me gustan todos los marginales. Y los viejos son marginales, no pueden encajar en la sociedad, no entran, no han podido encontrar su lugar en ella.

La vejez de mi papá ha sido tan dura. Yo soy totalmente partidaria de la eutanasia y estoy muy enojada porque no exista en Chile. Sé que él se hubiera querido someter a una eutanasia.

Mi papá fue un médico muy destacado. Fundó la Clínica las Condes. Yo lo escuché decir muchas veces que así como está él ahora, no quería vivir.

Este alargue es extremadamente cruel. ¿Por qué no viene la muerte de una vez por todas? Es muy injusto. Tú no quieres vivir así, no quieres que tu papá ni nadie viva así.

La de mi papá, es una historia muy compleja porque él nos abandonó. Yo me quedé sin papá cuando tenía 18 años. Se fue con otra mujer y nos dejó solos a mí y a mis dos hermanos. Él decidió que nosotros ya no lo necesitábamos. Fue muy triste. Pasamos 30 años muy malos.

Cuando se enfermó, hace dos años, no hubo tiempo para hacer las paces.

Él ahora vive en el piso quinto de un asilo. Yo he retratado a muchos de los viejitos que viven con él.

Es el peor lugar del mundo. Las mujeres que trabajan ahí tienen un corazón enorme, están cuidando a unos viejos que volvieron a ser niños, que no tienen palabras para decir lo que quieren, que tienen que usar pañales porque no controlan los esfínteres.

Los compañeros de mi papá están todos en su mundo, no tienen capacidad de lenguaje, la mayoría está en silla de ruedas. Son bebés sin futuro, es tremendo.

Mi papá no me reconoce, no habla. A veces le salen algunas frases coherentes pero son como reflejos. La verdad es que ya no entiende ninguna palabra pero sí entiende el lenguaje corporal. Por eso yo lo abrazo, le doy besos y le sonrío.

La verdad es que, aunque soy partidaria de la eutanasia, si tuviera que encontrar una razón para este alargue tan cruel es que yo me reconcilié con él.

Lo perdoné con todo, lo cuido, lo voy a ver. Es muy triste porque nosotros tres, los hijos abandonados, tuvimos que rescatarlo del infierno en el que vivía y llevarlo a un asilo.

Su sordera y la marginalidad

Me atrae mucho la gente que no ha podido encajar en la sociedad.

A mí me gustan los marginales porque siempre me he sentido así. En mi casa, una típica familia tradicional judía chilena, con papá médico y mamá dueña de casa, mi madre era muy machista. Lo único importante eran mi papá y hermanos. Entonces yo estuve en ese lugar, siempre he estado ahí.

Además, el tener una enfermedad progresiva de uno de mis cinco sentidos, me hace sentir que la vejez está presente. Todos los días pierdo audición y de alguna manera tengo una sensibilidad mayor con aquellos que están enfermos, desprotegidos.

Sé que me estoy quedando sorda desde los 25 años.

Recuerdo que esa vez todos escucharon un teléfono celular y yo no lo escuché. Terminé en el otorrino y me dijeron que tenía una audición de 40 años. Hoy mi audición es de más de 80, aunque todavía escucho algo.

Cuando me enteré de mi enfermedad me dio mucho miedo. Estaba recién separada, tenía dos niños chicos y me asusté mucho. Pero finalmente me empecé a habituar a la idea. La verdad es que somos seres de costumbre.

Mi cambio del periodismo a la fotografía tiene que ver con la sordera. Me empezó a costar un mundo transcribir mis entrevistas. Era muy complicado.

Uno hace su arte según sus cualidades y capacidades, y como me cuesta escuchar, prefiero la fotografía. No escucho pero miro las caras y los gestos. Entiendo mucho el lenguaje no verbal. Mi interés por los rostros humanos está muy ligado a la sordera.

Ya no puedo entender las palabras, que fueron mi primer amor, entonces ahora quiero mirarlos a la cara y entender lo que les está pasando.

Siento que mis fotos son un acto de reparación y de amor.

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