Stefan Westmann fue uno de los 65 millones de hombres movilizados para luchar en la Primera Guerra Mundial.
En los archivos de la BBC, encontramos las palabras de este soldado alemán, para quien no fue fácil reconciliarse con el acto de matar.
Su experiencia fue trágicamente común. Sin embargo, durante muchos años, este tipo de testimonios rara vez fueron grabados o expresados en público.
Frente a nosotros teníamos las trincheras francesas. Un día recibimos órdenes de atacarla.
Mis camaradas caían a mi izquierda y a mi derecha. Luego me enfrenté con un cabo francés. Él tenía su bayoneta lista y yo la mía.
Por un momento sentí el temor de la muerte y en una fracción de segundo me di cuenta de que él buscaba acabar con mi vida, así como yo buscaba acabar con la suya.
Fui más rápido que él. Logré quitarle su rifle y le clavé la mía en el pecho.
Él cayó y se puso la mano en el lugar donde lo herí y luego yo le volví a clavar mi arma. Le salió sangre de la boca y murió.
Me sentí físicamente enfermo, casi vomito. Mis rodillas temblaban y me sentí francamente avergonzado de mí mismo.
Mis camaradas estaban absolutamente imperturbados por lo que había ocurrido.
Uno se jactó de haber matado con la cola de su rifle, otro había estrangulado a un capitán francés. Un tercero había golpeado a alguien en la cabeza con su pala.
Eran hombres comunes, como yo, personas normales que jamás hubieran pensado en lastimar a nadie.
Pero yo tenía frente a mí a un soldado francés muerto y cómo me hubiera gustado que hubiera alzado su mano? yo le hubiera dado un apretón y hubiéramos sido los más grandes amigos.
Porque él era como yo, solo que usaba el uniforme de otra nación, hablaba otro idioma.
Pero era un hombre que tenía madre y padre y quizás una familia.
Me despertaba a veces de noche empapado en sudor porque veía los ojos de mi adversario caído y trataba de convencerme: ¿qué me hubiera pasado a mí si no hubiera hundido primero mi bayoneta en su vientre?
¿Qué hacía que nosotros, los soldados, nos apuñaláramos unos a otros, nos estranguláramos, atacáramos al otro como un perro loco?
¿Qué hacía que nosotros, que no teníamos nada personal contra ellos, los combatiéramos hasta la muerte?
¡Después de todo, éramos personas civilizadas!
Pero yo siento que esa cultura de la que estábamos tan orgullosos es solo un barniz muy fino que se salta apenas entramos en contacto con cosas crueles como una guerra.