Hasta mediados del siglo XIX, si estabas en el continente americano y querías enviarle un mensaje a alguien en el continente europeo -o vice versa- tenías que escribir una carta y esperar un mínimo de diez días, o incluso semanas, hasta que le llegara, por barco, al destinatario.
Conocer su respuesta tardaba otras tantas semanas.
Todo eso cambió el 16 de agosto de 1858 cuando se realizó la primera comunicación telegráfica oficial entre Reino Unido y Estados Unidos.
"(De) los directores del Atlantic Telegraph Company, Reino Unido, a los directores en Estados Unidos: Europa y América están unidos por telégrafo. Gloria a Dios en las alturas; paz en la tierra, buena voluntad hacia los hombres", decía el mensaje.
Fue el comienzo de la nueva era de las telecomunicación: de pronto, esos intercambios que tardaban semanas podían realizarse en cuestión de minutos.
Aunque la tecnología tuvo sus problemas -recién en 1866 empezó a funcionar sin interrupciones- fue sin dudas un momento crucial para la humanidad, que eventualmente permitiría que muchas partes del mundo estuvieran conectadas, décadas antes de las comunicaciones por radio.
También cementaría el poder de Reino Unido sobre las comunicaciones del mundo y sería clave para el triunfo de la Triple Entente durante la Primera Guerra Mundial.
Más tarde, sentaría las bases de la red de fibra óptica que hace posible esta era digital.
Pero nada de eso hubiera sido posible sin la humilde gutapercha.
Es probable que nunca antes hayas oído este nombre, pero durante la segunda mitad del siglo XIX era una palabra de uso cotidiano.
La gutapercha es un árbol originario del archipiélago malayo, formado por las islas de Malasia, Indonesia, Borneo, Timor, Java y Papúa Nueva Guinea.
Y también se conoce con el mismo nombre al látex natural que se produce a partir de la savia de estos árboles.
Fue este material el que hizo posible la comunicación telegráfica entre continentes ya que se usó para recubrir los cables de cobre que se colocaron en el fondo de los océanos para poder conectar al mundo.
Su origen
La gutapercha es un tipo de goma translúcida, sólida y flexible que se parece al caucho.
Los locales usaban una versión poco procesada de este material para hacer algunos objetos como mangos de cuchillos y látigos.
Según la leyenda, un cirujano escocés que trabajaba para la East India Company en Singapur fue el primer occidental en enterarse de las propiedades especiales de la gutapercha, en 1832.
William Montgomerie habría visto cómo un nativo calentaba el material en agua caliente para moldearlo, antes de que se tornara duro al enfriarse. Pensó que serviría para fabricar herramientas quirúrgicas y envió una muestra a Londres.
Allí, el material llamó la atención de uno de los científicos más importantes de la era victoriana: Michael Faraday, quien descubrió la inducción electromagnética y también descubriría que la gutapercha era ideal como aislante eléctrico.
Ingenieros británicos que trabajaban para desarrollar el telégrafo se dieron cuenta de que finalmente podrían resolver uno de sus mayores problemas: cómo proteger los cables de cobre que debían colocar en el fondo del mar para permitir la comunicación entre continentes.
Los expertos habían probado con cáñamo alquitranado no era un aislante efectivo, ni tampoco lo era la goma, pues antes de la invención de la vulcanización, se volvía frágil en el agua.
La gutapercha fue la solución perfecta y a partir de 1845 se empezó a exportar en cantidades enormes no solo para la producción de cables telegráficos y eléctricos sino también para varios usos más, entre ellos:
- pelotas de golf
- rellenos para caries dentales
- suelas de zapatos
- bastones
- artefactos de decoración, como marcos de fotos
La gutapercha también atrajo la atención de los grandes científicos de la época, que usaron el material para realizar todo tipo de investigaciones y pruebas que sirvieron para lograr avances en varios campos.
Monopolio británico
Durante la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX Reino Unido dominó los sistemas de cables eléctricos submarinos (y por ende las comunicaciones mundiales).
Los británicos tenían una ventaja clave: la gutapercha se cultivaba principalmente en sus colonias del sudeste asiático, particularmente en la jungla de lo que hoy es Malasia.
Reino Unido también tenía empresarios dispuestos a invertir en cables submarinos, y había una enorme demanda procedente de todos los rincones de su imperio, donde las poblaciones europeas buscaban mejorar su comunicación con la madre patria.
Según los historiadores Daniel Headrick y Pascal Griset, para 1892 las empresas británicas eran dueñas de dos tercios de todos los cables telegráficos submarinos del mundo.
En tanto, la red global de cables creció de 15.000 a más de 200.000 millas náuticas entre 1866 y 1900, de acuerdo con el historiador científico Bruce J. Hunt.
Otros expertos resaltan que este dominio le dio a los británicos y a sus aliados una herramienta invaluable cuando estalló la Primera Guerra Mundial: lo primero que hicieron fue cortar los cables que conectaban al imperio alemán con el resto del mundo, obligándolo a depender de las comunicaciones inalámbricas, que podían ser interceptadas.
Legado
Sin embargo, la popularidad de la gutapercha no benefició a las poblaciones que vivían donde crecía el árbol. Todo lo contario.
La demanda por el material hizo que esta especie corriera peligro de extinción en las junglas del sudeste asiático.
La principal culpable fue la red de cables submarinos, que insumió la mayor cantidad de gutapercha.
Como referencia: solamente el primer cable telegráfico transatlántico requirió 250 toneladas de este aislante. Y cada tonelada requirió la tala de 900.000 árboles.
Sin embargo, la historia tuvo final feliz.
En la década de 1950 hizo su aparición un nuevo material, el polietileno, que reemplazó a la gutapercha como el aislante favorito de la pujante industria de las telecomunicaciones.
Los viejos cables telegráficos submarinos fueron reemplazados por versiones más modernas, incluyendo, eventualmente, la fibra óptica que conecta al mundo hoy.
Y la gutapercha quedó en el olvido, después de un siglo de estrellato.
Fue lo mejor que le pudo haber pasado: gracias a ese desinterés, la especie volvió a crecer en el archipiélago malayo y hoy, lejos del insaciable mercado, ya no corre peligro.