Hay una vieja fotografía en blanco y negro que ha estado en mi familia por muchos años. Se parece un poco a las clásicas fotos que te toman en la escuela, con niños ordenados en filas mirando a la cámara.
La foto fue tomada en 1945. Esos niños son judíos y están en Praga. Muchos acaban de ser liberados del campo de concentración Theresienstadt, que está cerca.
Se acurrucan juntos, algunos sonríen, pero también hay caras sin expresión y algunos ceños fruncidos.
Todos acaban de emerger de los horrores del Holocausto. La mayoría de sus padres no sobrevivieron, y ahora son huérfanos.
Regreso a Praga
Es fácil reconocer a Praga en esta foto de mayo de 2019. Está la misma estatua en el fondo y la misma calle empedrada, con las elegantes casas con ventanas blancas detrás.
Y algunos de los niños en esa vieja foto también están aquí. Han regresado, con esposos y esposas, hijos y nietos, para celebrar su supervivencia.
Regresaron para tomar una nueva foto: una foto de las familias que no estaban destinadas a existir.
Yo estoy en esa imagen, junto con doce miembros de mi familia. Pero también estoy aquí como periodista, para contar las historias detrás de esta foto.
Mi abuelo, David Herman, fue uno de los niños que sobrevivieron, en el caso de él no a uno sino a un total de cinco campos de concentración: Auschwitz, Auschwitz-Birkenau, Buchenwald, Rhemsdorf y, finalmente, Theresienstadt.
Horror
Mi viaje comienza en Manchester, en el norte de Inglaterra, donde ahora viven dos de los sobrevivientes que conocieron a mi abuelo, quien falleció hace diez años.
Me saludan calurosamente y me reciben en sus hogares, ofreciéndome bocadillos, salsas y hummus. Cuando empiezo a preguntar sobre los horrores que vivieron, un silencio llena el aire.
Es la primera vez que escucho las experiencias de un sobreviviente de primera mano, y con tanto detalle, y me afecta de una manera que no esperaba.
He visitado campos de concentración; fui a Auschwitz un verano, y recuerdo a niños llorando porque querían helado, mientras un guía turístico nos mostraba montones de cabello y zapatos.
También fui a Theresienstadt con mi abuelo y mis primos cuando tenía casi diez años.
Ninguna de esas experiencias me acercó tanto a mi propia historia como esta.
"Vimos muerte todo el tiempo"
Sam Laskier tiene 91 años. Se arremanga la camisa y me muestra el tatuaje en su brazo. Son letras y números en verde que quemaron sobre su ahora delicada y envejecida piel.
"Vimos muerte todo el tiempo", dice. "Se podía oler la carne quemada de las personas en las chimeneas de Auschwitz".
"Se estimaba que uno podía sobrevivir unos tres meses allí, pero yo estuve siete meses".
Él me relata los hechos, pero las emociones corren de manera más profunda. Mientras miramos fotos juntos, me cuenta que todavía tiene pesadillas sobre los campos de concentración.
Hambre
"¿Cómo se sintió ser un adolescente en un campo de concentración nazi?", le pregunto.
Le cuesta expresar sus sentimientos con palabras. El único que aparece una y otra vez es "hambre". Un dolor fuerte en el estómago. Vivir sin saber cuándo será tu próxima comida.
"Vivíamos traumatizados", dice Ike Alterman, también de 91 años. "Nos preocupaba de dónde vendría el siguiente pedazo de pan, nos moríamos de hambre".
Abre una vieja caja de cartón y coloca fotos de color sepia sobre la mesa del comedor.
Libertad
"Esta es del momento cuando descubrimos que los guardias habían desaparecido y nos dijeron que éramos libres. Ese soy yo, el que agita su gorra", dice Ike, señalando un vagón lleno de cuerpos demacrados.
"Se suponía que nos iban a llevar a las cámaras de gas a la mañana siguiente, porque no podían llevarnos a ningún otro lado y sabían que había un crematorio en Theresienstadt".
Ike habla despacio, con pausas entre cada palabra. En el fondo de sus ojos veo a un niño de 13 años, que se traslada de un campamento a otro, transportado en camiones de ganado a lo largo de las líneas de ferrocarril, hacia su libertad.
"Libertad". La cara de Sam se ilumina.
"Praga me trae buenos recuerdos", dice, "porque ahí es donde fui liberado, y ya no nos golpeaban ni gritaban".
Los rusos fueron amables con los niños. Compartieron su pan con ellos, les dieron chocolate y los dejaron viajar en sus tanques.
También les dieron 24 horas para hacer lo que quisieran, incluso vengarse de los alemanes.
Pero casi ninguno de los prisioneros liberados quería tener sangre en sus manos; todo lo que les interesaba era llenar sus estómagos después de años de hambruna.
Algunos comieron tanto que sus cuerpos flacos no pudieron soportarlo y terminaron hospitalizados. Otros murieron de indigestión.
Volver a Theresienstadt
Juntos visitamos Theresienstadt, el antiguo gueto y campo de concentración nazi donde la mayoría de este grupo fue liberado.
Ubicado a unos 60 kilómetros de Praga, a través de carreteras rurales, hoy en día es una ciudad normal y un lugar conmemorativo. Se ve a una anciana empujando un carrito de compras y a grupos de turistas que visitan el antiguo cuartel, el crematorio y el museo del gueto.
Nos dirigimos al cementerio judío y me detengo un momento con Arek Hersh, quien estuvo encarcelado aquí durante ocho días antes de su liberación.
Me describe cómo se veía el espacio que nos rodea cuando llegó por primera vez: pila tras pila de cadáveres. Esqueletos vivientes recostados en camas.
Más tarde veo esas caras, la angustia, el desafío, mientras miro grabaciones de archivo para hacer un documental. Estas instantáneas de la muerte se han grabado en mi mente.
Ahora, las fosas comunes en Theresienstadt están marcadas con lápidas.
Dicen que los pájaros no cantan en los sitios donde hubo campos de concentración, pero es el único sonido que escuchamos.
Se celebra un servicio conmemorativo, el aire se llena con la oración del cantor de sinagoga, seguido de un minuto de silencio para recordar a los muertos.
Celebrando a los sobrevivientes
Pero estamos en Praga para celebrar a los sobrevivientes, los que salieron vivos de los campos, mi abuelo entre ellos.
Fue uno de los 732 niños traídos a Reino Unido después de 1945. Crecieron juntos, como hermanos y hermanas, construyeron nuevas vidas exitosas y tuvieron sus propios hijos.
El grupo se hizo conocido como The Boys (Los Muchachos), aunque había alrededor de 80 chicas entre ellos. Sus familias se convirtieron en parte de mi familia extendida.
He crecido sabiendo sobre el Holocausto, la supervivencia de mi abuelo y los familiares que hemos perdido. Pero solo en los últimos años hemos comenzado a hablar sobre cómo el trauma que vivieron no terminó en 1945.
Mi madre me dice que cuando era joven, nunca podía quejarse con su padre si había tenido un mal día en la escuela. ¿Qué podría ser tan malo como el Holocausto?
Mi hermana y yo hablamos extensamente sobre el impacto de la historia de nuestro abuelo en nuestras vidas. ¿Es acaso la culpa del sobreviviente la que nos hace vivir nuestras vidas al máximo, como si el tiempo se acabara, viviendo por los seis millones de judíos asesinados?
Más de 200 de nosotros hemos venido a Praga para ver dónde estuvieron nuestros padres y abuelos después de ser liberados.
Cantamos y aplaudimos cuando las campanas del famoso reloj astronómico marcan la hora.
Hay tristeza al recordar a los muertos, pero también unidad, alegría y determinación. Determinación de recordar el Holocausto, para contar las historias de quienes lo atravesaron y de quienes no pudieron sobrevivirlo.
Parados en esa plaza, somos la evidencia de que el plan de los nazis para exterminar a todos los judíos fracasó.
Mi abuelo decía que no odiaba a los alemanes. Al igual que muchos sobrevivientes, alentó la tolerancia y una mente abierta en toda su familia, valores que aspiramos a mantener con vida.
Desearía que él también hubiera podido estar aquí. Hay tantas preguntas que me hubiera gustado hacerle.
Tengo una foto suya, tomada cuando tenía 17 años. Tiene la cabeza afeitada, lleva un pijama a rayas y debajo de su cara, en letras mayúsculas, está su número: A26 44 328.
Fue tomada cuando llegó al campo de concentración de Buchenwald. Miro esa foto y veo su determinación de seguir viviendo.
Mi madre ve la mirada de un adolescente perdido que ya ha visto a sus padres ser llevados a las cámaras de gas.
Me estremece pensar lo que han visto esos jóvenes ojos.