En 1970, se realizó un experimento lamentable y vergonzoso en un paciente psiquiátrico de Nueva Orleans. Lo conocemos solo como el Paciente B-19.

B-19 estaba descontento. Tenía un problema de drogas y había sido expulsado del ejército por tendencias homosexuales.

Como parte de su terapia y como un intento para "curarlo" de ser gay, su psiquiatra, Robert Heath, enganchó electrodos en su cerebro, uniéndolos a lo que, en ese momento, se pensaba que eran los centros de placer del cerebro.

Mientras los electrodos estaban conectados, B-19 tenía el poder de encenderlos presionando un botón.

Y presionó ese botón. Lo hizo una y otra vez, más de 1.000 veces por sesión.

"Lo hacía sentir muy, muy excitado sexualmente", dice Kent Berridge, profesor de biopsicología y neurociencia en la Universidad de Michigan.

B-19 sentía la compulsión de masturbarse.

Con los electrodos puestos, encontraba sexualmente atractivos tanto a hombres como a mujeres. Y cuando le quitaron los electrodos, protestó enérgicamente.

Pero Robert Heath notó algo extraño.

Cuando le pidió a B-19 que describiera cómo le hacían sentir los electrodos, esperaba que usara vocabulario como "fantástico", "asombroso", "maravilloso".

Pero no lo hizo. De hecho, no pareció disfrutar la experiencia en absoluto.

Entonces, ¿por qué siguió presionando el botón y por qué protestó cuando le quitaron los electrodos?

Kent Berridge dice que debemos comenzar reconociendo que, aunque B-19 no disfrutaba de las sensaciones producidas por los electrodos, no obstante, quería encender los electrodos.

Pero eso suena como un rompecabezas, una contradicción.

Durante muchos años, los psicólogos y neurocientíficos asumieron que no había una diferencia real entre gustar de algo y desearlo.

"Gustar" y "querer" suenan como dos palabras que capturan el mismo fenómeno. Seguramente, cuando quiero una taza de café por la mañana, ¿es porque me gusta el café?

Junto a esta suposición, de que querer equivale a gustar, había otra.

Se creía ampliamente que había un sistema en el cerebro, que involucraba a la hormona dopamina, que impulsaba tanto el deseo como el agrado.

Además, parecía haber pruebas convincentes de que la dopamina era esencial para el placer.

Las ratas, como los humanos, aman las cosas azucaradas, pero cuando se les quitó la dopamina de sus cerebros y se les colocaron sustancias dulces en sus jaulas, dejaron de buscar estos alimentos.

Se pensó que si suspendes la dopamina, eliminas el placer.

¿Pero era esto correcto? Kent Berridge encontró otra forma de investigar el vínculo entre la dopamina y el placer.

Después de eliminar la dopamina del cerebro de las ratas, las alimentó con una sustancia azucarada.

"Y para nuestra sorpresa, a las ratas todavía les gustaba el sabor. ¡El placer seguía ahí!".

En otro experimento en su laboratorio, se aumentaron los niveles de dopamina en ratas, lo que provocó un gran incremento en la alimentación, pero sin un aumento aparente en el gusto.

Quizás te preguntes cómo un científico que lleva una bata de laboratorio puede saber si un roedor se está divirtiendo.

Bueno, la respuesta es que las ratas tienen expresiones faciales similares a las de los humanos. Cuando comen una sustancia dulce, se lamen los labios; cuando es algo amargo, abren la boca y mueven la cabeza.

Entonces, ¿qué está pasando? ¿Por qué a las ratas todavía les gusta un alimento que parece que ya no quieren?

Kent Berridge tenía una hipótesis, pero era tan descabellada que ni siquiera él realmente la creía, al menos no durante mucho tiempo.

¿Sería posible que desear una cosa y que esa cosa te gustara correspondiera a distintos sistemas del cerebro? ¿Y sería posible que la dopamina no afectara el gusto, que todo se tratara de querer esa cosa?

Durante muchos años, la comunidad científica se mantuvo escéptica.

Pero ahora la teoría se ha vuelto ampliamente aceptada. La dopamina aumenta la tentación.

Cuando bajo las escaleras por la mañana y veo mi cafetera, es la dopamina lo que me impulsa a preparar una taza.

La dopamina intensifica la tentación de comer si se tiene hambre y hace que el fumador desee un cigarrillo.

La evidencia más sorprendente de que el sistema de la dopamina dispara el querer y no el gustar, proviene una vez más de la desafortunada rata de laboratorio.

En un experimento, Kent Berridge colocó una pequeña varilla de metal en la jaula de la rata que, cuando la tocaba, provocaba una pequeña descarga eléctrica.

Una rata normal aprende, después de uno o dos toques, a mantenerse alejada de la varilla.

Pero al activar el sistema de dopamina de la rata, Berridge pudo hacer que el roedor quedara absorto con la varilla.

Se acercaba a esta, la olía, la acariciaba, la tocaba con la pata o la nariz. E incluso después de recibir la descarga menor, regresaba una y otra vez en un período de cinco o diez minutos, antes de que se detuviera el experimento.

Quizás esto explique mis hábitos de beber café. Quiero y me gusta mi taza de café de la mañana.

Pero la taza de café de la tarde, que de alguna manera no puedo resistirme a preparar, me sabe amarga y desagradable. La quiero, pero no me gusta.

No es exagerado decir que Kent Berridge ha transformado la comprensión científica del deseo y la motivación en humanos.

Sostiene que querer es más fundamental que gustar. En última instancia, no importa para la preservación de nuestros genes si nos gusta el sexo o la comida.

Mucho más importante es si queremos tener relaciones sexuales y si buscamos comida.

La implicación más importante de la distinción entre querer y gustar es la percepción que nos ofrece de la adicción, ya sea a las drogas, el alcohol, los juegos de azar y quizás incluso a la comida.

Para el adicto, el querer se separa del gusto. El sistema de la dopamina aprende que ciertas señales, como ver una cafetera, pueden traer recompensas.

De alguna manera, de formas que no se comprenden completamente, el sistema de dopamina para el adicto se sensibiliza.

El querer nunca desaparece y es provocado por numerosas señales.

Los adictos a las drogas pueden sentir la necesidad de consumir drogas provocada por una jeringa, una cuchara, incluso estar en una fiesta o en una esquina.

Pero el querer nunca desaparece por completo. Eso hace que los adictos a las drogas sean extremadamente vulnerables a las recaídas.

Quieren volver a tomar las drogas, incluso si las drogas les dan poco o ningún placer.

Para las ratas, la sensibilización a la dopamina puede durar media vida.

La tarea ahora para los investigadores es encontrar si pueden revertir esta sensibilización, en ratas y, con suerte, en humanos.

Pero volvamos al Paciente B-19. Recuerda que lo habían conectado a los llamados electrodos de placer y seguía presionando el botón para activarlos, sin embargo, no expresó ningún deleite en las sensaciones resultantes.

En ese momento, el psiquiatra, Robert Heath, se preguntaba si no sabía expresar bien sus sentimientos.

Pero ahora tenemos una explicación más convincente.

Es más probable que B-19 realmente no sintiera ningún placer con las sensaciones que el botón despertaba y, sin embargo, sentía la compulsión de presionar el botón.

En cuanto a mí, me voy a tomar mi segunda taza de café.

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