Hacia el año 1953, venían a Australia decenas de miles de personas, huyendo de una Europa azotada por la guerra y en busca de una vida mejor.
Entre ellos estaba Joseph Bertony. Pese a que en ese momento solo tenía 31 años, el ingeniero había vivido ya mucho.
Tras alistarse en la Marina francesa, Bertony había sido reclutado como espía para los aliados. Pero eso le llevó a ser internado en dos campos de concentración nazi, donde explotaron su ingenio y su conocimiento matemático para forzarlo a trabajar en la construcción de bombas voladoras de los nazis.
Logró escapar de aquello y fue premiado con la medalla militar Croix de Guerre francesa por su trabajo.
Poco sabía cuando dejó Europa que aún le quedaría por llevar a cabo uno de sus mayores logros: la realización de una compleja fórmula matemática a mano que llevó a la realidad las icónicas velas de la famosa Ópera de Sídney.
Joseph Bertony murió el 7 de abril, a los 97 años de edad, en su casa cerca de Sídney.
Bertony nació en la isla francesa de Córcega y, tras dejar la escuela, se alistó a la Marina y se trasladó a Saint-Tropez para estudiar ingeniería naval.
Pero, dada su juventud y brillantez, no pasó mucho tiempo hasta que fue reclutado por los servicios de inteligencia; algo que vio como un paso inteligente en su carrera.
"Le enseñó muchas habilidades especiales", explicó la periodista australiana Helen Pitt a BBC News.
La periodista conoció a Bertony por primera vez cuando él tenía 95 años y ella estaba investigando para su libro "The House", sobre la creación de la Ópera de Sídney.
Hasta entonces, la contribución de Bertony no era ampliamente conocida, debido en gran parte a su modestia. Ambos se convirtieron en amigos.
Incluso a su avanzada edad, dice Pitt, "era un hombre reservado, observaba la habitación en la que se encontraba, estudiaba a la gente que le rodeaba. Decía que era una habilidad que había aprendido de ser espía: observar cómo otras personas eran y aprender de ellos".
El espionaje fue un trabajo peligroso, y al poco de empezar Bertony fue descubierto por los nazis. Fue enviado a Mauthausen-Gusen, un campo de concentración cerca de Viena donde se estima que al menos 90.000 personas fueron asesinadas.
Allí fue forzado a trabajar hasta que los guardias cometieron un error transportando a gente y milagrosamente pudo escapar. Tras recuperar su libertad, volvió a trabajar para las fuerzas armadas francesas.
Pero fue arrestado de nuevo en las calles de París, y esta vez fue enviado al conocido campo de concentración Buchenwald en Alemania.
Casi 280.000 personas fueron encerradas en Buchenwald, muchas de ellas prisioneros políticos como Bertony.
"El líder de las zanahorias"
Allí le forzaron a utilizar sus habilidades para producir las bombas V-1 y V-2 de Alemania, la última de ellas el primer misil balístico de propulsión líquida. Fue llamado "el arma de venganza dos" por el ministro de Propaganda Josef Goebbels.
Bertony estaba avergonzado de ese trabajo, dijo a Pitt a la BBC, y esa sensación le persiguió hasta sus últimos días. Pero, según la periodista, no tenía alternativa: "Le forzaron a hacerlo".
Bertony y otros prisioneros trabajaron largas jornadas en una fábrica bajo tierra en un túnel, sin nada que comer a excepción de la hogaza de pan que les daban ocasionalmente y que tenían que compartir entre cinco.
A veces, Bertony daría su parte para que otros compañeros pudieran tener más, un acto que enfadaba a los guardias de las Waffen SS.
"Es una suerte tener un buen metabolismo, porque fui capaz de sobrevivir con muy poca comida", le dijo a la periodista australiana años después. Debido al largo periodo de hambruna que sufrió, Bertony se entrenó para sobrevivir con poco o nada de comer durante semanas.
Los prisioneros también tuvieron que trabajar de manera intermitente en una granja, en la que Bertony fue nombrado el "carotenfuhrer", es decir, "el líder de las zanahorias", responsable de vigilar silos llenos de vegetales.
El castigo por permitir que alguien comiera una zanahoria era que ambos, tanto la persona que lo hizo como él, fueran desnudados y fustigados. Con la cantidad de gente pasando hambre, eso ocurrió en muchas ocasiones.
La huida
Cuando las tropas estadounidenses finalmente llegaron a liberar el campo en 1945, los guardias de la SS congregaron a los prisioneros y les hicieron desplazarse hasta la montañosa frontera germano-checa, donde los montaron en un tren para transporte de ganado.
Fue una ejecución masiva. Tras viajar un poco, el tren se detuvo, los guardias cavaron un enorme agujero y empezaron a disparar a los prisioneros. Los cuerpos fueron acumulándose en la fosa.
Anticipando lo que iba a ocurrir, Bertony, por entonces un veinteañero, y otro hombre de la misma edad decidieron probar suerte y saltaron desde el tren. Cayeron encima de la nieve y escaparon a pie.
Hacía un frio helado, y no llevaban más ropa que el uniforme del campo: unos pantalones y camisa finos y de material endeble.
Pero empezaron a caminar y al final consiguieron ponerse a salvo.
Ambos mantuvieron su amistad durante décadas tras aquello. Aquel hombre, reconocería Bertony después, fue la única persona con la que se sentiría cómodo hablando de la guerra.
Una nueva vida en Australia
En 1953, Bertony fue uno de los alrededor de 170.000 migrantes europeos que se estableció en Australia en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El gobierno australiano ayudó a las personas del continente asolado por la guerra a emigrar, proveyéndoles de trabajos asignados en los que debían quedarse al menos dos años.
A Bertony le dieron un trabajo como ingeniero en una empresa de construcción llamada Hornibrook que, en aquel entonces, era conocida principalmente por construir grandes puentes. En su periodo ahí, conoció a la mujer que se convertiría en su esposa y con ello, se dio cuenta de que se quedaría en Australia el resto de su vida.
A principios de la década de los 60, fue trasladado a Sídney para resolver un problema complejo sobre uno de los mayores proyectos de la ciudad: la nueva ópera.
El problema, supo luego, era que el techo del edificio se suponía que tenía que estar formado por grandes velas de concreto, una visual muy evocadora pero logísticamente muy difícil. Un diseño más ambicioso aún, con velas más aplanadas, había sido descartado.
Lo que se necesitaba era un arco fuerte que fuera capaz de soportar la presión exacta del concreto. Así que se puso manos a la obra.
Bertony pasó el siguiente medio año trabajando en los cálculos de ese soporte, resolviendo 30.000 ecuaciones complejas diferentes a mano. Las notas que hizo entonces, que están ahora en exposición en el Museo de Sídney de Artes y Ciencias Aplicadas, fueron perfectamente y metódicamente presentadas.
"Fue un matemático brillante", dice Pitt. "Resolvió esas 30.000 ecuaciones matemáticas a mano en seis meses, que es un periodo de tiempo muy corto. Y eso es todo lo que hizo. Comía, respiraba y dormía pensando en la Ópera de Sídney".
El margen de error de esos cálculos tenía que ser muy pequeño, por lo que Hornibrook quiso comprobar si Bertony había cometido algún error. Necesitaron un computador.
En ese momento, había solo uno en el país con capacidad de procesar algo así de complejo. Fue el IBM 7090, localizado en un centro de investigación militar de Woomera, a unos 1.700 km de Sídney.
Además de estar lejos, la computadora solo estaba disponible una semana al mes e incluso en ese tiempo, solo se podía utilizar de noche. Así que uno de los compañeros de Bertony más jóvenes, David Evans, pasó esas semanas llevando a cabo los cálculos de forma diligente en el ordenador.
Cuando por fin terminó la tarea, lo confirmó: Bertony no había cometido ningún error.
En los últimos años de su vida, Bertony desarrolló un especial amor por los vehículos eléctricos y la buena comida francesa, y le gustaba probar nuevos restaurantes en Sídney, disfrutando la comida de forma lenta y metódica. También mantuvo su trabajo como mentor de jóvenes ingenieros, y cuando murió estaba trabajando en un proyecto de una granja eólica escocesa.
Incluso completó todos los cálculos matemáticos necesarios para el diseño original de la ópera, que fue descartado, a mano: simplemente para probar que podría haber sido posible.
Y la periodista Pitt dice que, en ocasiones, y pese al paso de los años, seguía impresionado por lo que ayudó a crear.
"La última vez que pasé junto a él con el auto por el puente Harbour, echó un vistazo hacia la derecha, hacia la ópera, mientras manejaba, y dijo: 'Aún no me puedo creer que hiciera eso"".