El aire fuera de la casa de la familia Olivares en San Marcos Atexquilapan estaba cargado de humo de leña mezclada con incienso.

Tres coronas enormes estaban apoyadas contra la fachada de su modesta casa de dos pisos; eran para Misael, Yovani y Jair.

 

Las fotografías de los tres primos se encontraban en el centro de los arreglos florales. Sus rasgos suaves y rostros sin arrugas revelaban lo jóvenes que eran cuando partieron a su fatídico viaje al norte hace unas semanas.

Misael y Yovani tenían 16 años. Jair, el mayor y hermano de Yovani, tenía 20.

Eran demasiado jóvenes para morir. Sus cuerpos fueron abandonados dentro de un remolque de camión sin aire y sin agua en una carretera secundaria desolada en San Antonio, Texas, a unos 1.300 kilómetros de su casa.

Estaban entre los 53 migrantes de México, Honduras, Guatemala y El Salvador que murieron en junio por asfixia en el incidente de tráfico de personas más mortífero en la historia de Estados Unidos.

Los cuerpos de los dos adolescentes y el joven estaban de regreso en el pueblo del que partieron, con sus ataúdes uno al lado del otro en la habitación delantera de la casa familiar.

Y toda la comunidad de San Marcos Atexquilapan acudió a expresar sus condolencias y a apoyar a la familia en duelo.

"En cierto modo, ahora estoy un poco más tranquila porque estaba muy preocupada por ellos", dijo Yolanda, la madre de los dos hermanos, mientras un flujo constante de lugareños pasaba en tropel para encender velas en un altar erigido en su memoria.

La incertidumbre sobre su paradero fue reemplazada por una profunda sensación de pérdida.

"Si bien sé que nunca los volveré a ver, al menos tendré un lugar para llorarlos y llevarles flores", dijo.

En el lugar, algunos hombres cortaban seis cerdos recién cocinados. Habían sido donados por granjeros locales.

Las mujeres cocinaron el cerdo en un guiso picante servido con tamales y acompañado con copiosas cantidades de refrescos azucarados.

Era comida reconfortante para una comunidad que necesitaba desesperadamente un poco de consuelo.

La agitada actividad en la cocina y los ritos fúnebres tradicionales le ofrecieron una distracción a la familia.

Los Olivares habían abandonado el pueblo en busca de mayores oportunidades económicas.

No huían de la violencia o del crimen organizado. No eran exiliados políticos ni buscaban asilo por persecución.

Eran solo muchachos que esperaban llegar a Austin, en Texas, para ganar dinero y enviarlo a sus familias.

Y para encontrar nuevas perspectivas más allá de los horizontes limitados de donde nacieron.

Es una historia que las comunidades de las sierras del estado de Veracruz conocen muy bien.

"Conocíamos los riesgos, pero ellos habían visto a otros llegar (a Estados Unidos), incluso mujeres jóvenes, y eso los motivó a intentarlo también", explicó Yolanda, serena a pesar de su dolor.

"Tenían planes. Querían construir una casa, abrir un negocio, no solo sentarse aquí a hacer zapatos".

Todo el pueblo de San Marcos Atexquilapan es una larga línea de producción de zapatos y botas, y muchas casas tienen un taller en la sala de estar.

"Podemos hacer 80 pares en un buen día", me contó Tomás Valencia, primo de los hermanos Olivares, mientras usaba una máquina de aire comprimido para colocar suelas en botas de trabajo.

Con eso gana entre 600 y 800 pesos mexicanos por semana (US$30-US$40).

Los magros ingresos han llevado a Tomás a considerar seriamente emprender el mismo viaje arriesgado que sus primos, una tentación que aparentemente ha pasado por la mente de casi todos los jóvenes del pueblo.

Pero después de haberse casado hace solo un año y al ver a sus parientes enfrentar sus espantosas muertes en el camino, decidió quedarse. Al menos por ahora.

Estas fábricas de calzado de gestión familiar, el pilar de la economía del pueblo junto con la agricultura y la ganadería, no son rival para el atractivo trabajo estable pagado en dólares estadounidenses.

"Si las cosas siguen como están, probablemente terminaremos como algunas otras localidades de por aquí: como un pueblo fantasma", opinó Juan Valencia, un zapatero jubilado que dejó el oficio cuando comenzó a perder la vista. "Solo quedarán los ancianos. Todos los jóvenes se habrán ido".

Él piensa que, a menos que se establezcan fábricas de calzado de gran escala en la región, habrá poco para disuadir a los jóvenes de emigrar, especialmente dada la desaceleración económica provocada por la pandemia de covid.

El hijo de Valencia, de 26 años, se encuentra actualmente en el trayecto hacia el norte y no ha sabido nada de él en ocho días.

"No estoy demasiado preocupado, pero después de lo que pasó piensas en ello", dijo. "Mentiría si dijera lo contrario".

No fue una sorpresa para el padre de Misael, Gerardo Olivares. Afirma que el hecho de que el viaje de su hijo terminara tan trágicamente no desalentará a otros de intentarlo. Y no cree que deban dejar de hacerlo.

"Los jóvenes deben buscar sus sueños", aseguró. "Solo Dios conoce nuestro futuro. Solo él sabe cómo terminan las cosas. No es la misma tragedia para todos. Cada uno tiene su propio destino".

Después de que el pueblo comió, las campanas de la iglesia repicaron y los padres, tíos y amigos de los jóvenes cargaron los tres ataúdes sobre los hombros.

La procesión atravesó el pueblo hasta la iglesia, y los dolientes cantaron un himno suave mientras caminaban detrás de los ataúdes, muchos de ellos limpiándose las lágrimas.

Tal vez pensaban en que, con un pequeño giro del destino, los jóvenes bien podrían haber llegado a Austin, Texas. Ahora podrían estar buscando trabajo en lugar de ser enterrados en su ciudad natal.

Después de la misa, se repartieron botellas de aguardiente y cerveza entre las personas que necesitaban un trago fuerte después de un día emocionalmente agotador.

Uno de los tíos de los jóvenes, Oscar, me pasó un video en su teléfono móvil. Fue el último contacto que tuvo la familia con ellos durante su viaje.

Los mostraba acostados en camas individuales en un motel barato o en un refugio para migrantes, en algún lugar del norte de México.

Estaban sin camisa bajo el calor sofocante, sonriendo y saludando a la familia en Veracruz.

No mucho después de que se tomara ese video, Jair, Yovani y Misael fueron subidos a un remolque de camión que abordaron llenos de esperanza, solo para que sus sueños juveniles fueran sofocados junto con los de otras 50 personas.

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