La evolución de la locomoción bípeda que nos caracteriza tuvo consecuencias dolorosas para la madre y convirtió al neonato en un consumado contorsionista. También afectó al cuerpo del padre, en principio de manera más venturosa.

En las hembras de los mamíferos la vagina se abre en la parte posterior del cuerpo y se dirige hacia el interior en un plano horizontal algo inclinado hacia abajo. Esto facilita la progresión de los espermatozoides hacia el fondo en dirección al cuello del útero, un pasillo casi horizontal en cuyo fondo se encuentra el óvulo.

Cuando la hembra de un simio está receptiva y el macho se le aproxima por la espalda, esta levanta sus cuartos traseros y, sin más carantoñas, el macho la monta para comenzar una brevísima cópula. Una vez inseminada, la hembra puede deambular sin perder el semen depositado en la vagina: al andar a cuatro patas no hay riesgo de que el fluido seminal resbale.

Este mecanismo tan universal, común en nuestros antecesores simiescos y cuadrúpedos hace unos siete millones de años, se trastocó con la locomoción bípeda. Para conseguirla, los huesos pélvicos, los músculos y la disposición de las vísceras que ocupan la oquedad pélvica sufrieron transformaciones.

Grandes repercusiones

En la oquedad pélvica del macho solo están alojados la vejiga, la próstata y los intestinos. En la de la hembra, además de estas vísceras (excepto, obviamente, la próstata), se ubica el aparato genital, que aumenta de tamaño durante el embarazo.

Por tanto, mientras que la evolución hacia la marcha erguida no supuso grandes problemas para la anatomía interna del macho, fue un proceso que exigió profundas transformaciones en el aparato genital femenino. Una de ellas fue el desplazamiento de la vagina. Al modificarse la arquitectura de la pelvis, rotó hasta colocarse en la posición actual: abierta hacia delante y dirigida hacia arriba.

Las repercusiones que tuvo en nuestra evolución este hecho aparentemente banal han sido numerosas y han afectado a nuestro comportamiento antes y después de la cópula y a la estructura del aparato genital masculino.

Veamos las implicaciones que una vagina vertical y el deambular erguido tuvieron para la evolución del pene.

Uno entre 40 millones

Si las carreras de los sanfermines se le antojan peligrosas, olvídelo. Para recorrido tortuoso, para carrera acongojada, frenética y desesperada, la que recorren los espermatozoides humanos para alcanzar su objetivo: fecundar al óvulo. Cada vez que un varón normal eyacula, produce entre cien y cuatrocientos millones de espermatozoides.

Solo unos pocos espermatozoides privilegiados, luchando contra la fuerza de la gravedad y tras superar varias barreras químicas, físicas y biológicas, serán capaces de acercarse a las proximidades del óvulo. Solo uno logrará fecundarlo.

Uno frente a cuatrocientos millones. La razón para esta desproporción estriba, para empezar, en que en las mujeres la vagina es vertical mientras que el cuello uterino conserva su disposición original en el plano horizontal. Esto hace que ambos formen un ángulo casi recto, una abrupta esquina que deberán doblar los afortunados espermatozoides que, además de haber vencido a la fuerza de la gravedad, hayan sobrepasado el casi letal conducto vaginal.

Casi el 90 % de los espermatozoides no lo supera. Esto es debido a que sus fluidos tienen un pH ácido que actúa como espermicida muy eficaz. Algo que se sabe desde muy antiguo: el lavado postcoital con ciertos ácidos débiles como el acético es el fundamento de un viejo y peligroso método anticonceptivo que ya se empleaba en la Grecia clásica.

A continuación, el diezmado pero veloz tropel seminal deberá entrar en el cuello uterino, unas horcas caudinas cuyo dintel está taponado por unas mucosidades pegajosas que atrapan a la inmensa mayoría de ellos. El resto, los más potentes y resistentes, están ahora en el cuello uterino, donde deben enfrentarse a las defensas inmunológicas que los reconocen como gérmenes extraños y que intentan aniquilarlos.

Atacados por legiones de leucocitos, la inmensa mayoría sucumbe allí. Apenas un centenar, los más veloces y mejor orientados, logra escabullirse para enfilar la recta final, las trompas de Falopio. En su interior, cómodamente instalado, aguarda el óvulo.

A tal exigencia, tal respuesta. El recorrido del eyaculado es tortuoso. La vagina es vertical. El bipedismo favorece la caída gravitacional del eyaculado. El conducto vaginal está lleno de peligros y forma un ángulo recto con el útero. Conclusión: lo mejor es que el semen acorte camino y sea introducido lo más profundamente posible.

Hete aquí que, además de por las causas que a todos nos vienen a la mente, las hembras han sido (y son, claro) la causa del alargamiento en tamaño del pene del hombre. Aunque en la mayoría de los casos no sea como para tirar cohetes, el tamaño del pene del hombre es extraordinario cuando se compara con el de otros primates. Entre ellos, alégrese hombre, no tenemos rivales.

Tomemos como ejemplo a nuestros parientes de mayor talla: los gorilas. Por término medio un gorila adulto dominante pesa alrededor de doscientos kilos, mientras que su diminuto pene en erección no sobrepasa los cinco centímetros. O sea, un centímetro por cada cuarenta kilos de masa corporal. Vea usted cómo no hay que desanimarse: pésese, mida y compare su peso y su talla. En los tiempos que corren toda alegría es poca.

Otra beneficiosa e incomparable consecuencia de la marcha erguida es el orgasmo. Quienes piensen que un pene más grande es capaz de proporcionar más placer a la mujer, al permitir mayores posturas copulatorias, que lo vayan olvidando. Los orangutanes, dotados de un miembro mucho más pequeño, son capaces de dejar en ridículo al hombre en cuanto a posturas sexuales. Su cópula dura hasta quince minutos, toda una dulce utopía para el común de los mortales.

 

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