La comunidad indígena Shuar, en la cuenca amazónica de Ecuador y Perú, es una de las pocas que los españoles nunca pudieron doblegar cuando llegaron a América.
Sin embargo, no es tanto su fortaleza y espíritu guerrero lo que despierta la curiosidad popular -e incluso la de los investigadores- sino su peculiar tradición de achicar cabezas.
De hecho, aunque hay otras tribus en el mundo que les cortan la cabeza sus enemigos, los Shuar son los únicos que además le reducían su tamaño.
La tribu -a la que también se conoce con el nombre de Jíbaros, un término que originalmente se usó de forma despectiva- no ha desparecido, aunque hoy está en contacto con el mundo moderno.
No obstante, su práctica ritual -que requiere habilidad, precisión y paciencia- cayó en desuso después de que fuera prohibida en Perú en los años 50 y una década más tarde en Ecuador.
¿Pero para qué lo hacían? Y ¿qué técnica empleaban para crear una tsantsa (el nombre que le daban a las cabezas una vez reducidas?
Vivos después de muertos
Un concepto clave para entender sus motivaciones es que los Shuar creen en la vida después de la muerte y le dan una gran importancia al mundo espiritual.
Al matar a un enemigo, su espíritu sigue vivo, dentro de su cabeza.
Al cortarla primero y reducirla después, el vencedor se apodera del espíritu del vencido.
"La idea era atrapar al espíritu demoníaco, para evitar que vengue la muerte del guerrero vencido", le explica a BBC Mundo Tobias Houlton, antropólogo de la Universidad Witwatersrand, en Sudáfrica.
"El propósito de la reducción no era destruir al espíritu sino esclavizarlo", añade.
Ellos creían que "el espíritu continuaba viviendo dentro de la cabeza, pero ahora trabajaba en beneficio del vencedor".
Receta para achicar cabezas
Una vez cortada la cabeza, los Shuar hacían una incisión en la parte de atrás y arrancaban la piel del cráneo.
Con un elemento cortante le quitaban los ojos, los músculos y la grasa.
Cerraban los orificios con espinas y luego cocían la piel en agua de río sobre una fogata (sin dejar que el agua alcanzara el punto de hervor) durante media hora.
"Si hervía, se corría el riesgo de que se la piel se partiese y se desprendiera el cabello", explica el antropólogo.
"Cuando retiraban la piel del cuenco, la cabeza ya se había reducido a un tercio de su tamaño original".
Con la piel reducida, armaban una especie de bolsa "y manipulaban los rasgos con piedras calientes", le dice a BBC Mundo Anna Dhody, curadora del Museo Mütter en Filadelfia, Estados Unidos.
Primero piedras más grandes, luego más pequeñas "y finalmente arena caliente" para llegar a los huecos de más difícil acceso.
Así, con el calor de la piedra y la arena sobre la piel, la cabeza se reducía un quinto de su tamaño.
Más tarde, reemplazaban las espinas que cerraban la boca y los ojos con otros materiales.
Cerrar los orificios era una parte importante del proceso, "para evitar que los espíritus se escaparan por los agujeros", remarca Dhody.
Después frotaban la piel con ceniza, lo cual les daba una tonalidad mucho más oscura y adornaban la cabeza con plumas, caparazones de escarabajos, conchas y otros elementos decorativos.
Finalmente, les hacían uno o dos agujeros en la parte superior para ponerles una cuerda y colgárselas en el cuello como un talismán.
Poder temporal
Pese al trabajo que todo esto supone, los Shuar perdían interés en estos talismanes al cabo de un año y medio o dos, cuando creían que el poder de las tzantzas perdía su efecto.
La disminución en el rendimiento de las cosechas, o en la fertilidad de las mujeres de la tribu era una señal de que el poder del espíritu había comenzado a disminuir.
"Una vez que perdían su poder espiritual, consideraban que ya no tenían ningún uso o relevancia y perdían todo interés en conservarlas", cuenta Houlton.
Sólo a partir de ese momento, comenzaban a intercambiarlas por otros objetos a los que le atribuían valor con los exploradores europeos.