A las 03:00 de la madrugada la calma que había a bordo se acabó.

Desde que la nave de la guardia costera griega zarpó con la puesta del sol, el ambiente era completamente distendido.

Los marinos, hombres experimentados con nombres de epopeya griega -Odiseas, Mijalis, Giorgos (todos pidieron sólo ser identificados por su primer nombre)- están acostumbrados a sacar a migrantes de las aguas del Mediterráneo prácticamente a diario.

Pero esta noche parecían estar seguros de que nada pasaría.

Las islas más preciadas

El abrupto chillido de una voz en la radio cortó la placidez de una noche de mar calmo y luna semi-llena. Era una alerta desde una base cercana, que utiliza cámaras infrarrojas para detectar los objetos que navegan estas aguas.

Estábamos detenidos justo sobre el límite marino entre Grecia y Turquía, cerca de la isla de Leros, desde donde se divisa ampliamente la costa turca.

Por su proximidad con territorio turco, Leros, Kos y Kalimnos son islas muy apetecidas por los migrantes.

Según el gobierno griego, entre enero y abril de este año 18.000 personas han sido rescatadas de barcos improvisados a la deriva en el mar.

La guardia costera ya sabe cuál es la ruta que tienen los traficantes de personas. Saben desde qué punto de la costa turca salen las endebles embarcaciones cargadas de migrantes de África y Medio Oriente.

Y por ello, simplemente se apostan en un punto específico en el medio del mar y esperan a que las barcazas inflables aparezcan desde la oscuridad.

Luz de velas

"Mira", me dice Mijalis, el capitán de la nave, mostrándome el radar.

"Este punto es el objeto no identificado. Se ha detenido. Tenemos que esperar a ver qué es. Puede ser un barco con migrantes".

El pequeño punto verde avanza lentamente hacia donde estamos nosotros, tan despacio que pareciera estar incrementando la expectativa en forma deliberada.

Al principio la imagen es confusa.

A lo lejos se distingue una embarcación recubierta de una luz tenue naranja, como si estuviese iluminada por velas o piras de una ceremonia fúnebre.

Cuando se acerca vemos que no trae a la muerte, pero sí la imagen de muchas cabecitas, unas apretadas con otras.

El único que tiene cierto espacio es el hombre que asumía las funciones de navegante.

Es una balsa de goma, y a primera vista hay al menos 30 personas a bordo, pese a que no debe tener más de cuatro metros de largo.

Los guardias costeros griegos, con un megáfono, le piden que apaguen el motor. Pero la nave se aleja. Los perseguimos y somos testigos de una disputa a bordo. El "navegante", a duras penas de pie, hace gestos de mandar a callar a los pasajeros.

Desde el grupo se escuchan quejidos y aullidos y palabras sueltas. En inglés, francés y otros idiomas que en ese momento no entendimos (más tarde nos enteramos de que venían del swahili, el hausa y o el tigriña, las lenguas del este de África, Nigeria, Ghana y Eritrea, los países de origen de la mayoría de los viajeros).

Pero aún sin comprender el idioma, el mensaje era claro. Estaban asustados y necesitaban ayuda.

Capas

De pronto el "navegante" decide apagar el motor. Así como era incomprensible que no lo hiciese, de pronto optó por dejar de alejarse de la guardia costera.

Con suavidad, al ritmo de la marea ambos barcos se encontraron. Los marinos son duros y firmes con las instrucciones. "¡No se paren!" "¡No hablen!" "¡Tranquilos!".

Es por su propia seguridad, nos explican. Para evitar que con los nervios caigan algunos al agua y se desate el pánico.

De cerca, impresiona que no hay espacio para nadie más. Cuando empiezan a moverse (las primero mujeres y los niños) hacia la nave, nos damos cuenta de que hay capas de personas. Además de las "cabecitas" que se ven a primera vista, hay más gente abajo.

Todos, en esta ocasión, africanos.

Desde enero hasta abril

Una bebé, de menos de 2 años, es zarandeada entre brazos hasta que llega a las manos de Giorgos, quien inmediatamente la envuelve en una cobija y la lleva dentro.

Los ojos de la pequeña, muy abiertos, miran desconcertados a su alrededor, mientras pasa de brazo en brazo.

"Lo que más me afecta de estos rescates es la mirada que suelen tener los niños, de tristeza infinita", me dice Mijalis, el capitán.

La proa de la nave se va llenando poco a poco de filas de personas que se sientan con las piernas cruzadas. Algunos se miran, como buscando creer que no es un sueño haber salido del mar. Que ya están a salvo, y, más importante aún, en Europa.

Un hombre, alto y corpulento, lo que se percibe aun viéndolo sentado, se ríe a carcajadas.

Su risa impacta a todos, porque, como por azar, está exactamente en el medio del grupo.

Algunos lo abrazan y chocan las palmas en celebración. Es la señal, nos explican después, de que saben que ya están en Grecia, y que quizás lo peor del camino quedó atrás.

"Pelotas desinfladas"

"Este fue un rescate fácil", me cuenta Giorgos.

"Hace unos días una bebé de 3 años se murió ahogada. Tuvimos que sacar su cuerpo del agua y escuchar los llantos de su madre hasta que volvimos al puerto horas después".

En el camino de regreso desde el límite marino con Turquía una mujer sufrió una convulsión y otra se quejó de tener fuertes dolores.

Ambas, junto a otra que estaba embarazada, y dos niños (una, la de los ojos de asombro), fueron recogidos por una ambulancia apenas llegamos.

En un momento en el que Grecia suele ser noticia por sus problemas financieros y los constantes rumores de colapso económico, es un contraste ver como desde una isla tan pequeña (6 mil habitantes) existe todo un despliegue de atención hacia personas desesperadas que hacen ver a los griegos como personas sin problemas.

"No sabes lo que significa tocar tierra de nuevo", nos dice un hombre que dice venir de Nigeria, una vez que salimos de la nave.

Tiene la mirada cansada, como si estuviese por quedarse dormido mientras habla. Pero exhala alivio.

Esta ruta entre Grecia y Turquía no tiene la tasa de mortalidad que tiene la ruta entre Libia e Italia, pero todos los migrantes consultados coinciden en que es "aterradora".

"A mí me prometieron un ferry", afirma un nigeriano que se llama Kingsley. "Pero esto es una pelota desinflada".

En estas "pelotas desinfladas" vimos llegar diariamente grupos de 50 migrantes al puerto de la isla Leros, cerca de Turquía.

En la semana que pasamos allí vimos a africanos, sirios y hasta a un grupo de República Dominicana. Todos siguen el mismo patrón: llegar a Turquía como sea, buscar un traficante, y hacer el temible cruce por el Mediterráneo, en estas "pelotas desinfladas".

Hasta que son rescatados por la guardia costera griega.

Entonces, comienza la odisea de intentar sobrevivir en Europa.

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