Marcela Ramos, University of Glasgow and Diego Armus, Swarthmore College

Diego Armus, doctor en Historia por la Universidad de California y profesor de historia latinoamericana en Swarthmore College (Estados Unidos), investiga la enfermedad como un fenómeno político y cultural. Armus es argentino y en un libro que escribió sobre la tuberculosis en Buenos Aires retrata cómo esta se vinculó a una clase social, a una definición de mujer y hasta un tipo de tango, “la milonguita” (La Ciudad Impura: Salud, Tuberculosis Y Cultura En Buenos Aires, 1870-1950, es el título de su investigación).

-Uno de sus argumentos es que las enfermedades se vuelven una preocupación pública cuando afectan a los que tienen poder. Ejemplifica con el Mal de Chagas que ha enfermado y matado durante casi un siglo en Latinoamérica.

-Se trata de una enfermedad transmisible, distintiva de la pobreza rural y semi-rural de muchas regiones en América del Sur. Un problema que los pobres, la gente común, acepta como un dato de la vida cotidiana. Pero ahora está llegando al hemisferio norte y hay voces que proponen hablar de la epidemia del Mal de Chagas. La malaria es otro ejemplo. La gente vivía con malaria y lo aceptaba, “bueno es así”, hasta que el poder político, por los motivos que fueren, empezó a tomar nota de “eso”.

-¿Qué lecciones podemos sacar de esto para hacer frente al COVID-19?

-Poco. Me resisto a buscar enseñanzas en la historia. A lo mejor el historiador de la salud pública puede identificar en el pasado instrumentos para desarrollar mejor política pública pero el historiador de la enfermedad aprende a cuidarse de las generalizaciones. Cada epidemia es única, resultante de un microorganismo y del modo en que una sociedad lo confronta, reacciona e interpreta. Además, el presente no es un buen alumno del pasado. La historia puede señalar una hoja de ruta, pero nada más.

-Lo que sí enseña la historia es que las epidemias son el reino de las incertidumbres.

-Lo primero que hay que hacer es reconocer y aprender a convivir con incertidumbres: aquellas cosas para las cuales tengo una pregunta pero no puedo formular una respuesta. Articular una respuesta política, de salud pública, en medio de la incertidumbre que trae una epidemia nueva como el COVID-19, es un desafío brutal.

El historiador de la enfermedad Diego Armus. Ciper Chile / Roberto Pera

-Además de la incertidumbre, otro patrón que caracteriza a las epidemias es que no afectan a todos por igual.

-Las epidemias no son democráticas. Pueden afectar a todos, pero los que más mueren son los pobres, los más vulnerables. No hay epidemia que haya afectado más a los ricos que a los pobres.

-Un caso característico en América Latina es la epidemia de cólera ocurrida en Perú en los 90. Entonces, murieron 2 909 personas y las poblaciones más golpeadas fueron las zonas rurales y del Amazonas, por su falta de acceso a agua potable y una adecuada red de alcantarillados.

-Este caso demuestra lo poco que algunos países aprenden de sus crisis sanitarias. Si sigues las noticias sobre el COVID-19, parece ser que no se entendió nada de la epidemia del cólera, porque la red de infraestructura de agua potable sigue siendo tan precaria como en los años 90 en Perú.

-¿Qué estrategia se debe seguir para combatir la COVID-19 en América Latina?

-En muchos países de la periferia lo que se intentó hacer, y la Argentina es un caso, fue utilizar los mismos recursos que están usando los europeos. Como si la Argentina fuera un país de clase media. Esa perspectiva puede funcionar –y solo hasta cierto punto– en Buenos Aires. En el Gran Buenos Aires la situación es otra y es horrorosa, con casi 50% de la población debajo del nivel de pobreza. Entonces, la agenda antiepidémica para mitigar el contagio necesita localizarse. Las ciudades de Sierra Leona no son ciudades de clase media, las de Liberia tampoco; en Vietnam, en Ho Chi Min City, el hacinamiento no es una excepción. Pero en esos países la vigilancia epidemiológica, por ahora, ha dado buenos resultados. Me parece que hay algo en América Latina que no funciona bien, y no me pida una explicación muy convincente porque no la tengo.

-A mediados de septiembre, Martha Lincoln, antropóloga de la salud, se preguntaba por el rol de la “arrogancia” a la hora de combatir el COVID-19.

-Más que arrogancia, lo que afectó a autoridades y científicos de Francia, Italia, Inglaterra, sobre todo al comienzo de la pandemia, fue el reconocimiento de su propia perplejidad frente al tsunami que es una epidemia. El Estado que logra desarrollar en la sociedad una consciencia de civilidad sanitaria ya ganó una primer batalla. Nueva Zelanda lo está haciendo a su modo. Y Vietnam, donde según las noticias la civilidad sanitaria es notable. La realidad es que en esta coyuntura están mucho mejor. Y pareciera ser que estos logros tienen que ver con otro asunto: una epidemia es una maratón, no una carrera de 100 metros. Para correrla es necesario una buena dosis de confianza para navegar colectivamente en medio de una neblina que afecta a todos. Si se asume la incertidumbre, si la sociedad y el gobierno entienden que no se podrá dar vuelta la página tan rápido, entonces construir confianza en lo que puede hacer la salud pública y la ciencia se vuelve una prioridad de la política. Todo indica que en extremo Oriente en parte lo han logrado.

-También destaca el caso africano, donde algunos países aprendieron del ébola.

-¿Usted cree que en Sierra Leona y en Liberia hay muchos más médicos o ventiladores? No, pero sí han logrado consolidar, aún en la tremenda escasez de recursos, instrumentos que permiten alimentar y reproducir una civilidad sanitaria: redes de vigilancia epidemiológica a nivel comunitario, basadas en agentes sanitarios y no necesariamente médicos, que son figuras clave en el esfuerzo por mitigar el contagio.

-Usted habla de la “dramaturgia de la enfermedad”. ¿A qué se refiere?

-Todas las epidemias comparten una suerte de dramaturgia que comienza naturalmente con la negación de lo que está ocurriendo. Recordemos que la del COVID-19 también fue negada, incluso sanitaristas muy progresistas decían que se trataba de un problema del norte, que los problemas de los países del sur eran otros, como el sarampión y el dengue. Por suerte pronto entendieron que a esas dos epidemias había que sumarle la del COVID-19. Luego de ese primer acto, el de la negación, viene el segundo, donde, por los motivos que fueren, el contagio y el temor al contagio son tan obvios que hay que hacerse cargo. Entonces la sociedad y la cultura empiezan a interpretar, en medio de la incertidumbre, lo que está pasando. Ese momento, en gran medida discursivo, es muy específico de cada epidemia y enfermedad. En el medioevo, las herejías de algunos servían para explicar el azote epidémico y también los castigos concomitantes.

En Brasil, con el sida, la primera interpretación que emana del poder es que se trata de un castigo a la numerosa presencia de homosexuales en la sociedad. Luego se entra en el tercer acto de la dramaturgia: llegan las intervenciones, destinadas a intentar gobernar el contagio. Son intervenciones que no siempre producen resultados. De hecho, abundan los casos de epidemias que, después hacer estragos, se van apagando en su letalidad.

El último acto es el del olvido, tal como ocurrió con la pandemia de influenza de 1918, que mató entre 50 y 100 millones de personas, pero nadie hablaba de ella un par de años más tarde de haberse terminado. Con el sida, en Brasil y el mundo, este último acto no ha llegado.

-¿Qué ha pasado?

-El sida se transformó en una suerte de enfermedad crónica, frente a la cual hay tratamientos pero no vacunas. Esto hay que tenerlo presente, pues queremos pensar que de esta pandemia saldremos pronto de la mano de una vacuna. Y sí, puede que las vacunas estén en un horizonte no muy lejano, pero cuando lleguen presentarán problemas inmensos de logística y accesibilidad, y con ellos inequidades entre naciones pobres y ricas, y, al interior de todas las naciones, entre ricos y pobres.


La versión original de esta entrevista fue publicada por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.


Marcela Ramos, Assistant researcher, University of Glasgow and Diego Armus, , Swarthmore College

This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.

 

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