Decenas de miles de mujeres participaron en el genocidio de Ruanda en 1994, pero rara vez se habla del papel que jugaron y la difícil reconciliación con sus familias. La periodista Natalia Ojewska conversó con algunas de esas mujeres perpetradoras que aún se encuentran en prisión.
Lo que comenzó con un viaje rutinario para conseguir agua para el desayuno terminó con Fortunata Mukankuranga participando en dos asesinatos.
Vestida con el uniforme anaranjado de la prisión y hablando con una voz tenue y calmada, la mujer recuerda los eventos de la mañana del domingo 10 de abril de 1994.
Cuando iba camino a buscar agua se encontró con un grupo de atacantes golpeando a dos hombres en medio de la calle.
"Cuando (los dos) cayeron al suelo cogí un palo y dije: '¡Los tutsies deben morir!'. Después golpeé a u no de ellos y después al otro? yo fui una de las asesinas", afirma la mujer de 70 años.
Turbada por los asesinatos
Esos fueron dos de los 800.000 asesinatos de miembros de la etnia tutsi y de los hutus que ocurrieron en el país en un espacio de 100 días.
Después de su participación en la masacre, Mukankuranga, una hutu, regresó a su casa donde la esperaban sus siete hijos sintiéndose profundamente avergonzada.
Todavía la persiguen los recuerdos de lo que hice.
"Soy madre y maté a los padres de unos niños", afirma.
Unos pocos días después, dos aterrados niños tutsi, cuyos padres acababan de ser asesinados con machetes, tocaron a su puerta pidiendo refugio.
"Ola de culpabilidad"
La mujer no vaciló y los escondió en el ático, donde los niños sobrevivieron las masacres.
"Aún cuando salvé a los niños, les fallé a esos dos hombres. Esa ayuda nunca cambiará la ola de culpabilidad", afirma Mukankuranga.
Ella es una de las que se calcula son 96.000 mujeres condenadas por su participación en el genocidio. Algunas mataron adultos, como Mukankuranga, otras mataron niños y otras más alentaron a hombres para que cometieran violaciones y asesinatos.
En la noche del 6 de abril de 1994, un avión que transportaba al presidente hutu de Ruanda, Juvenal Habyarimana, fue derribado a tiros cuando se acercaba al aeropuerto de la capital, Kigali.
A pesar de que las identidades de los asesinos nunca fueron establecidas, extremistas hutus de inmediato acusaron a rebeldes tutsis de haber llevado a cabo el ataque.
Pocas horas después, miles de hutus, adoctrinados durante décadas con aborrecible propaganda étnica, se unieron en la matanza organizada.
La participación de las mujeres desafía el estereotipo de las mujeres de Ruanda como protectoras y tranquilizadoras.
"Es muy difícil entender cómo una mujer que ama a sus hijos, podría ir a la casa de un vecino a matar a sus hijos", dice Regine Abanyuze, quien trabaja para Nunca Más, una organización no gubernamental que promueve la paz y la reconciliación.
Sin embargo, una vez que se encendió la chispa de las atrocidades, miles de mujeres actuaron como agentes de violencia junto con los hombres.
Pauline Nyiramasuhuko, exministra para el Desarrollo de la Familia y la Mujer, era una de las pocas mujeres en Ruanda que ocupaba una posición importante de liderazgo en la escena política dominada por hombres.
Ella jugó un papel crítico en orquestar el genocidio.
En 2011, el Tribunal Criminal Internacional para Ruanda la declaró culpable de genocidio.
Sigue siendo la única mujer que ha sido sentenciada por violación como crimen contra la humanidad.
Nyiramasuhuko estaba a cargo de los milicianos que violaron a mujeres tutsi en la Oficina de la Prefectura de Butare.
Pero mientras ella estaba en una posición de liderazgo, algunas mujeres comunes y corrientes también incitaron a hombres.
Otras no tuvieron reservas para usar cualquier arma a su disposición para masacrar a sus vecinos.
No hay programas de rehabilitación especiales para las mujeres genocidas y mucha gente no puede reconciliar lo que ellas hicieron con las percepciones tradicionales del papel de una mujer.
Dos visiones de una masacre
Marthe Mukamushinzimana tiene cinco hijos y durante 15 años llevó en secreto la carga del crimen que cometió, hasta que decidió presentarse ante las autoridades judiciales en 2009 porque ya no podía vivir con el secreto.
Muchas mujeres que se definen a sí mismas bajo el prisma de la maternidad, se sienten abrumadas con la culpa al admitir ante sus seres queridos que no cumplieron su papel de protectoras.
"El tiempo es la principal herramienta de rehabilitación que usamos. Queremos darles tanto tiempo como sea necesario para escucharlas y gradualmente llevarlas al punto de confesión", dice Grace Ndawany, directora de la prisión de mujeres en Ngoma, en la provincia oriental de Ruanda.
"Debido a que mi casa estaba localizada cerca de la carretera principal, yo escuchaba todos los silbatos y veía cómo mis vecinos tutsis eran llevados a la iglesia", señala Mukamushinzimana, sentada en un pequeño cuarto de la prisión y en ocasiones llorando.
Miles de tutsis, apiñados en los alrededor de la Iglesia Católica de Nyamasheke, pelearon por su vida durante una semana.
Stanislus Kayitera, que ahora tiene 53 años, fue uno de los pocos sobrevivientes.
Sus brazos muestran una cicatriz larga e irregular por la metralla de una granada.
"Recuerdo que las mujeres recogían piedras y se las daban a los hombres, quienes las lanzaban contra nosotros. Los hombres también estaban disparando, lanzando granadas y rociando gasolina sobre la gente para después prenderles fuego".
"Y entonces entraron a la iglesia y comenzaron a matarnos a palos", dice Kayitera, quien sobrevivió escondiéndose bajo los cadáveres.
Mukamushinzimana asegura que se sintió obligada a seguir órdenes.
"Me puse a mi bebé en la espalda y me uní a un grupo que estaba recogiendo piedras que usaban para matar a la gente que estaba escondida en la iglesia", dice la mujer, quien había dado a luz sólo dos semanas antes.
Cuando fue encarcelada en 2009, ninguno de sus familiares quiso hacerse cargo de sus cinco hijos.
"El genocidio es un crimen contra las comunidades enteras. No sólo daña la dignidad de las víctimas, sino también la de los perpetradores. Y esas personas también necesitan recuperarse", dice Fidele Ndayisaba, secretario ejecutivo de la Comisión para la Unidad y Reconciliación Nacional de Ruanda.
Se insta a las mujeres genocidas que revelan la verdad a que escriban cartas a sus familiares y a los familiares de sus víctimas para poder lograr la confianza paso a paso.
Una vez que son liberadas, estas mujeres enfrentan desafíos distintos que los hombres en su camino a la reintegración.
Algunos de sus esposos se volvieron a casar y las desheredaron de sus propiedades. Sus comunidades ya no las reciben y tienen que enfrentar el rechazo de sus familiares cercanos.
Pero hay mucho énfasis en que la curación toma tiempo y todavía hay algunas prisioneras renuentes a rechazar la ideología del odio étnico.
"Sí, tenemos algunas personas que niegan sus crímenes. Son los casos difíciles, pero su número es cada vez más pequeño", dice Ndayisaba.
"No podía contener el llanto"
Fortunata Mukankuranga encontró valor para confesar sus crímenes cuatro años después de su condena en 2007.
Recuerda que se sintió nerviosa cuando le pidió perdón al hijo de una de sus víctimas.
Contra sus expectativas, "él se mostró feliz y entusiasta cuando nos encontramos y no pude contener en llanto cuando lo abracé", cuenta.
Mukankuranga ahora mira con cautela el futuro, espera ser capaz de reconstruir los frágiles lazos con sus seres queridos.
"Cuando vaya a casa viviré en paz con mi familia y seré más cariñosa y cuidadosa con la gente. Ahora estoy pagando las consecuencias de mi crimen. Se supone que, como madre, no debería estar en prisión", agrega.