La paradoja sobre la saga del impeachment a Bill Clinton es que hizo más fácil que Donald Trump fuera presidente y se lo complicó a su esposa, Hillary.

Dos décadas después de su absolución, está más claro cómo este suceso de características sísmicas dio forma a la política y la cultura de Estados Unidos de la actualidad.

En el cuarto de siglo que llevo cubriendo la política estadounidense, solo he enmarcado dos portadas de periódico. La primera fue cuando el presidente Bill Clinton fue sometido a un impeachment en diciembre de 1998. La segunda fue cuando fue absuelto tras finalizar su enjuiciamiento en el Senado en febrero siguiente.

Washington a finales de los 90 fue mi primer puesto en el extranjero. El escándalo de Monica Lewinsky, como lo etiquetamos incorrectamente entonces, fue mi primera gran historia.

Enmarcar la portada fue en parte un proyecto vanidoso para marcar este hito personal. Pero también se sentía como una historia de esas que suceden una vez en la vida. Clinton fue el primer presidente en sufrir un impeachment desde 1868, cuando Andrew Johnson logró evitar ser condenado en el Senado tras ser acusado por la Cámara de Representantes.

Evidentemente, otros colegas de Washington más experimentados compartían esta opinión. Como fui descubriendo en los meses posteriores, la misma portada en blanco y negro, con los mismos titulares, también adornaba las paredes de sus estudios y aseos.

Los veteranos en la saga del impeachment se encontraron pronto reporteando sobre una épica cascada de acontecimientos.

Las elecciones presidenciales del año 2000, con su contencioso conteo en Florida. Los ataques del 11 de septiembre. La guerra de Irak y sus problemáticas consecuencias. El crash financiero y la Gran Recesión que le siguió. La elección del primer presidente negro en Estados Unidos, quien pasó el bastón de mando al primer presidente estrella de la telerrealidad. Historias que se supone que pasan una vez en la vida parecían sucederse cada pocos años.

Dos décadas después, el impeachment de Bill Clinton, sin embargo, parece un momento de Big Bang en la historia estadounidense.

La política de la post-verdad. El envenenamiento del invernadero de Washington. La deslegitimación de los presidentes actuales. El impacto corrosivo de internet. El aumento de las noticias polarizadas.

Todo esto era evidente en el melodrama de Clinton, durante el cual The Washington Post y The New York Times araban los mismos surcos que el National Enquirer, e historias noticias en las que citas de expertos en derecho constitucional interpretando lo que querían decir los Padres Fundadores con "altos crímenes y faltas" se mezclaban con los fragmentos más lascivos y sugerentes del escándalo sexual -la rotura en el tanga de Lewinsky, la mancha en el vestido azul, el regalo del presidente a su becaria del libro "Leaves of Grass" ("Hojas de hierba") de Walt Whitman, la misma antología de poesía que antes había regalado a Hillary Clinton.

Además de un enfrentamiento constitucional, este era un escándalo de tabloide para la que la revista Vanity Fair había etiquetado correctamente como la década de los tabloides.

Proporcionaba una conclusión adecuada para una época de sensacionalismo en la que ya habían tenido lugar el juicio a OJ Simpson, Tonya Harding, el juicio de William Kennedy Smith, las cintas sexuales de Pamela Anderson y Tommy Lee, la detención de Pee-Wee Herman, las primeras acusaciones contra Michael Jackson, la condena por violación a Mike Tyson, John Wayne Bobbitt y su esposa Lorena que le cortó el pene y el divorcio entre Donald e Ivana Trump.

El affair de Bill Clinton con Monica Lewinsky llevó este sensacionalismo a la capital del país, donde el escándalo siempre ha sido la más alta -y a menudo más vulgar- forma de entretenimiento.

Washington estaba frenético. Tanto que cuando hoy me preguntan si Donald Trump sobrevivirá en el puesto hasta finales de su mandato, me encuentro recordando los primeros días del escándalo de Bill Clinton, cuando no estaba para nada claro si el presidente iba a durar hasta finales de semana.

Los acontecimientos se movían a un ritmo tan precipitado y la información llegaba a un velocidad tan mareante que era difícil por entonces dar un paso atrás y observar la vista panorámica. A toro pasado, se ve con cierta claridad.

Las guerras culturales se desataron

Antes incluso de que Bill Clinton pusiera sus ojos en una becaria de la Casa Blanca de 22 años, sus oponentes republicanos cuestionaron su legitimidad como presidente y buscaron formas de sacarlo del gobierno.

No pasaba desde 1912 con Woodrow Wilson que un candidato hubiera llegado a la Casa Blanca con un porcentaje tan bajo del voto nacional, un exiguo 43%.

Los republicanos también se sentían agraviados porque la excéntrica candidatura del aspirante de un tercer partido, Ross Perot, hubiera robado la elección al presidente George Herbert Walker Bush, a pesar de que los datos de encuestas sugieren que el multimillonario texano desvió tantos votos de los demócratas como del Partido Republicano.

Para los guerreros culturales entre los conservadores, los Clinton personificaban los peores excesos de la década de los 60. En Bill Clinton veían a un mujeriego desertor. En Hillary Rodham Clinton veían a una feminista desdeñosa que miraba por encima del hombro a las mujeres que no habían perseguido una carrera propia.

El miedo político también atizó la antipatía contra ella. Antes de 1992, los republicanos habían mantenido la presidencia durante 20 de los previos 24 años. William Jefferson Clinton amenazaba con poner fin a esa hegemonía.

Ahí estaba un joven y articulado político del sur, la región que había producido a los dos últimos presidentes demócratas, que prometía fusionar el New Deal de Franklin Delano Roosevelt con la ideología de libre mercado de Ronald Reagan.

Clinton buscó destrozar las coaliciones de Nixon y Reagan que habían permitido a los republicanos dominar las elecciones presidenciales y estaba bien situado para forjar una nueva coalición demócrata ganadora, incorporando a votantes blancos de clase trabajadora que se habían convertido en "demócratas reaganistas".

Sus miedos estaban fundamentados. Desde 1992, los demócratas han ganado el voto popular en cinco de las seis elecciones presidenciales.

Así que cuando la investigación Whitewater, el affair Troopergate y el escándalo Travelgate fracasaron en producir evidencias de delitos que pudieran potencialmente fundamentar un impeachment, los enemigos de Clinton, inducidos por el fiscal independiente Kenneth Starr, utilizaron la aventura con Monica Lewinsky como su momento "te agarré".

La imprudencia de Clinton y sus esfuerzos mendaces para encubrirlo dieron a sus oponentes un pretexto para demostrar que no se merecía estar en la Casa Blanca. Ni siquiera Richard Nixon, cuyos crímenes y abusos de poder habían sido mucho más atroces, había sido acosado tan agresivamente.

La persecución de Bill Clinton marcó un cambio de paradigma en la política presidencial. Desde entonces, se ha convertido en rutina que cada ocupante de la Casa Blanca sea atacado como ilegítimo por parte de fervientes adversarios.

George W. Bush, por la ayuda que recibió por parte de la conservadora Corte Suprema, que decidió 5-4 a su favor para terminar con el recuento de Florida. Barack Obama, por la afirmación falsa de que nació en Kenia, la cual de ser cierta lo hubiera descalificado para la presidencia. Donald Trump, por perder el voto popular por más de tres millones de votos.

La política estadounidense ha alcanzado un punto tan bajo que muchos estadounidenses ya no aceptan el resultado de las elecciones presidenciales, negando así a los ganadores cualquier mandato electoral.

Ni una vez desde la elección hace 30 años de George Herbert Walker Bush ha entrado un presidente en el Despacho Oval sin que se haya puesto en cuestión su derecho a ocupar el puesto.

Un corolario de la deslegitimación de los presidentes actuales ha sido la legitimación de la política del no, un enfoque oposicionista por el que los controles constitucionales han sido utilizados como vetos y obstrucciones.

Esto, de nuevo, puede remontarse hasta los años de Clinton. Bob Dole, líder republicano en el Senado, utilizó el filibusterismo más frecuentemente que sus predecesores para obstaculizar la agenda legislativa de Bill Clinton. Newt Gingrich, el primer presidente republicano de la Cámara de Representantes desde mediados de los 50, utilizó los cierres del gobierno como arma política.

Puede que Bill Clinton nunca hubiera pasado tiempo solo con Monica Lewinsky si no hubiera sido por el cierre del gobierno en 1995, lo cual significó que esta becaria poco experimentada tuviera más acceso al Ala Oeste debido a la ausencia de los empleados regulares.

El escándalo de Clinton aumentó las tensiones políticas al desatar una guerra cultural en el corazón de Washington. Aquí había otra oportunidad de litigar contra la década de los 60, una que enfrentaba a los puritanos de la derecha contra los pacifistas permisivos de la izquierda.

Para la derecha religiosa, especialmente, cuyo control sobre el Partido Republicano se intensificó bajo Ronald Reagan, llegaba la oportunidad de montar una cruzada moral y aumentar su poder sobre el partido. Los republicanos más moderados, del tipo de los pragmáticos orientados a los negocios que habían dominado el partido con anterioridad, se estaban convirtiendo ya en un grupo en vías de extinción.

Ciertamente, el estado de ánimo partidista en Washington a finales de los 90 era totalmente diferente del de principios de los 70, cuando el Congreso empezó los procedimientos para hacer un impeachment a Richard Nixon, aunque fuera por delitos más graves.

Por entonces, algunos de los atormentadores más obstinados venían desde su mismo partido. Fue Howard Baker, un senador republicano de Tennessee, el que hizo esa pregunta legendaria del caso Watergate: "¿Qué sabía el presidente y cuándo lo supo?".

Fueron los republicanos más antiguos, como el excandidato presidencial del partido Barry Goldwater, quien viajó desde el Capitolio hasta el antiguo edificio de la Oficina Ejecutiva, al lado de la Casa Blanca, para instar a Nixon a que renunciase.

Cuando la Cámara decidió iniciar una investigación de juicio político contra el presidente, la votación en febrero de 1974 recibió un apoyo bipartidista casi unánime, con 410 a favor y solo cuatro en contra.

"La mentira me salvó"

La política de la post-verdad también recibió un estímulo del escándalo de Clinton. En esa dirección estuvieron sus primeras mentiras, incluida su afirmación de que no tuvo "relaciones sexuales" con quien se refirió como "esa mujer, la señorita Lewinsky".

En los explosivos primeros días del escándalo, cuando experimentados corresponsales de la Casa Blanca como el legendario de ABC Sam Donaldson predijeron que podría verse obligado a dimitir en menos de una semana, las mentiras le sirvieron para ganar tiempo.

Le ayudaron a capear la borrasca inicial, apuntalar el apoyo demócrata y hacer retroceder a los que le acusaban.

"La mentira me salvó", le dijo en confidencia el presidente a un amigo cercano, según el libro "The Survivor" (El sobreviviente) del periodista John Harris, el mejor libro sobre la presidencia de Clinton.

Los Clinton también buscaron alterar la pregunta en el centro del debate nacional, del "¿a quién creen?" al "¿en qué bando están?".

¿No fue esta la lógica detrás de la conocida entrevista de Hillary Clinton en The Today Show de Matt Lauer, en la que ella acusó a los investigadores de ser parte de una "gran conspiración de la derecha"?

Desde temprano, la Casa Blanca enmarcó el tema como una batalla partidista, en lugar de como un momento de ajuste de cuentas personal. "Solo tenemos que ganar", le dijo Clinton a su estratega político Dick Morri, quien cínicamente había encargado encuestas secretas para evaluar si Clinton debía mentir o decir la verdad.

Como dijo la periodista Susan Glasser durante una mesa redonda organizada por Politico marcando el 20 aniversario del escándalo: "Fue una genialidad política cómo lo manejó mintiendo. Mentir funcionó de alguna forma que ha permitido llevar más lejos la cultura política divisiva y cínica de Washington".

No fue hasta el verano de 1998, cuando supimos que Monica Lewsinsky había guardado al famoso vestido azul, que admitió a regañadientes la verdad.

Después de que sus mentiras quedaran expuestas, Clinton pidió a los canales de televisión hacer una confesión pública. "Ciertamente sí tuve una relación con la señorita Lewinsky que no fue apropiada", admitió. Pero luego atizó a sus detractores por montar una investigación "motivada políticamente" liderada por Kenneth Starr.

"Esto ha durado demasiado, costado demasiado y herido a demasiada gente inocente".

Esta vez, la estrategia se le volvió en contra, con demócratas veteranos como la senadora Dianne Feinstein expresando su consternación.

El senador Joe Lieberman, un judío ortodoxo que se veía a sí mismo desde hacía tiempo como un tótem moral, lo condenó en el Senado. Muchos se horrorizaron por el comportamiento de Clinton.

En la Cámara, 31 demócratas votaron para lanzar una investigación formal de impeachment. Sin embargo, ningún demócrata veterano pidió públicamente la dimisión del presidente, en parte porque no querían otorgar la victoria a los republicanos.

Even Lieberman, el crítico más importante de Clinton entre los demócratas, dijo que un impeachment sería "injusto e insensato".

La lealtad partidista era tan fuerte que inmediatamente después de ser sometido a impeachment por la Cámara de Representantes en manos republicanas, Bill Clinton incluso llevó a cabo un fervoroso mitin en la Casa Blanca con legisladores demócratas detrás. Este cuadro partidista salía en la portada de The Washington Post que yo colgué en mi pared.

Hillary, la perdedora a largo plazo

En parte porque Clinton era tan adepto a retratar a sus oponentes republicanos como fanáticos que se extralimitaban, y en parte porque no veían sus pecados como razón para un impeachment, los votantes demócratas también se mantuvieron leales.

Tras su absolución en 1999, su tasa de aprobación entre los demócratas estaba en un 92%. Cuando dejó el cargo, tenía más aprobación entre todos los votantes que cualquier otro presidente anterior.

Clinton había sido más astuto que sus adversarios, y los únicos políticos que perdieron sus puestos durante la crisis del impeachment fueron republicanos.

El presidente de la Cámara, Newt Gingrich, fue la primera víctima, al dimitir después de que los republicanos perdieran puestos en las elecciones de medio término de 1998, las cuales Gingrich había convertido en un referendo nacional sobre el comportamiento del presidente.

Su sucesor, Bob Livingston, también se vio obligado a dimitir en la misma mañana del impeachment a Clinton, después de que la revista Hustler de Larry Flynt expusiera su propia aventura extramarital.

Una ironía terrible es que la presidencia pasó a Dennis Hastert, un exprofesor y entrenador de lucha quien era entonces visto como una figura irreprochable. En 2016, Hastert fue condenado a 15 meses de cárcel después de un caso de dinero bajo cuerda que reveló que había sido acusado de abusar a niños durante sus años como profesor.

Aunque Clinton sufrió la ignominia de convertirse en el segundo presidente en sufrir un impeachment, con diferencia la mayor víctima demócrata fue su mujer, Hillary, debido al daño colateral que tuvo sobre su campaña presidencial en 2016.

Cuando se destapó el embrollo de los correos electrónicos, los votantes cuestionaron si querían vivir otra presidencia con tendencia al escándalo, avivando el cansancio con Clinton. Las mentiras de esa época adornaban el discurso de que los Clinton eran evasivos y no confiables.

Los ataques de Hillary Clinton sobre la misoginia de Donald Trump, y su capacidad para capitalizar la conocida cinta de Access Hollywood, también se vieron comprometidos por los affairs de su marido.

Ella fue acusada de permitir su comportamiento y de mostrar poca simpatía con respecto a las mujeres que lo acusaron. Es ilustrativo que uno de las primeras líneas de defensa de Donald Trump fue asegurar que había escuchado a Bill Clinton decir cosas peores sobre las mujeres en el campo de golf, una acusación que, incluso si no es cierta, parecía plausible.

El multimillonario incluso sacó a la palestra a algunas de las mujeres que acusan a Clinton, incluidas Paula Jones y Juanita Broaddrick, antes del primer debate presidencial, un movimiento que muchos comentaristas consideraron explotador pero para otros generaba preguntas totalmente legítimas sobre el historial sexual del marido de Hillary.

Hillary Clinton, en las memorias que escribió sobre su campaña en 2017, "What happened?" (¿Qué sucedió?) destrozó la conferencia de prensa de Trump previa al debate.

"Él solo las estaba utilizando", escribió. Pero esas mujeres estaban acusando a su marido de algo mucho peor. Juanita Broaddrick aseguró que Clinton la había violado en 1978, una acusación que él ha negado. Trump acabó ganando un porcentaje mayor de votos entre las mujeres blancas que Hillary Clinton, un factor clave en su derrota.

Llevando a cabo este acto de jiu-jitsu político, el multimillonario adoptó el manual de estrategia de Clinton. Como Bill Clinton, convirtió su reticente confesión televisiva después de que emergiera la cinta de Access Hollywood en una llamada a la movilización partidista: "¿De qué lado están?".

Como con Clinton, esto le ganó tiempo, movilizó su base y preservó su viabilidad política.

Aquí, Trump también se benefició de otra parte del legado de Bill Clinton: la redefinición de qué tipo de comportamientos son descalificadores para los candidatos presidenciales.

En 1988, el favorito demócrata Gary Hart fue expulsado de la carrera después de que el Miami Herald publicara detalles sobre su affair con Donna Rice. Cuatro años después, Clinton sobrevivió al escándalo de Gennifer Flowers, así como a alegaciones de que evitó el servicio militar, dos acusaciones que, como muchas otras, ha sobrevivido Donald Trump.

Clinton normalizó un comportamiento errante y ayudó a insensibilizar al electorado con respecto a los políticos mujeriegos.

La paradoja de la saga del impeachment de Clinton, entonces, es que hizo más fácil que Donald Trump fuera presidente y más difícil que lo fuera su mujer. Hillary Clinton se convirtió en una víctima repetida de sus infidelidades.

El primer momento de internet

Aunque esas portadas enmarcadas, ahora un poco amarillentas por el paso del tiempo, capturaron el momento histórico, difícilmente describían el zeitgeist mediático.

Porque el escándalo Clinton cambió completamente el metabolismo de las noticias, acelerando el cambio del papel al digital, y potenciando el crecimiento de los canales de radio de tertulia y noticias de cable.

La realidad pública, que tradicionalmente había sido conformada por las principales cadenas de televisión y prominentes diarios, estaba ahora también siendo moldeada por nuevas start-ups mediáticas. Internet empezó a saltarse a los guardianes tradicionales de la información.

Este fue el título en mayúsculas en el Drudge Report el 17 de enero de 1998, una página web oscura de la que relativamente poca gente había oído hablar en lo que la BBC llamó en su momento "el salvaje ciberespacio".

Matt Drudge, su iconoclasta fundador, se convirtió en el primer periodista en publicar el nombre Monica Lewinsky, tras escuchar el rumor de que Newsweek, que tenía detalles explosivos del affair, había dudado antes de la publicación.

Intentado no quedarse atrás, respetados reporteros en la Casa Blanca, como Peter Baker que estaba entonces en The Washington Post, corrieron para subir las primeras historias a internet, incluso a pesar de que muchos de sus colegas de redacción por entonces no tenían en aquel momento permiso para conectarse.

Newsweek colgó una pieza de su reportero de investigación Michael Isikoff, autor de la exclusiva suprimida, en su página de America Online, en lugar de esperar a que llegase el siguiente número escrito a los kioskos.

Cuando el informe Starr se publicó el 11 de septiembre de 1998, se convirtió en el primer momento de internet de Estados Unidos.

Las descargas de esos escabrosos detalles ese día supusieron un cuarto de todo el tráfico de internet del país. Con CNN recibiendo 300.000 clics por minuto, algo que en esos días parecía inimaginable, se convirtió en toda una sensación. No solo era la versión digital más fácil de obtener que las copias en papel, sino que el informe de 445 páginas funcionaba como porno. Mencionaba sexo oral 85 veces.

El poder cautivador de la historia era infinito. Por ello, quizás deberíamos ver la saga Clinton como la droga de entrada a nuestra adicción actual a la información en tiempo real, y el estallido de la epidemia de gente que pasa tiempo frente a la pantalla, en especial los adictos a las noticias.

Lo que pasaba es que los sistemas de entrega por entonces no eran particularmente eficientes y los estimulantes más potentes, Twitter y Facebook, no estaban aun en el mercado.

Justo cuando las primeras páginas de noticias online experimentaron un aumento en el tráfico, los canales de noticias por cable vivieron una bonanza de audiencias.

Antes del escándalo Clinton Fox News, que se lanzó dos años antes, era un canal un poco de nicho, disponible en solo 10 millones de hogares. Para el año 2000, en parte por su cobertura completa de la saga del impeachment, esa cifra había alcanzado los 56 millones de casas.

MSNBC, que también nació en 1996, se convirtió también en un actor importante, siendo también un contrapunto progresista al Fox News de Rupert Murdoch.

Para mantener su cobertura del escándalo las 24 horas del día, los siete días de la semana, los canales de noticias continuadas borraron las líneas entre reportar sobre un evento y comentar sobre el mismo.

Los comentaristas partidistas chillando ayudaron a llenar tiempo en vivo y rápidamente se dieron en cuenta de que cuanto más francos y controversiales fueran, más los invitaban a volver. Nacía así la cultura del desacuerdo de los canales de cable actuales, que tendía a generar más acaloramiento que luz.

La radio dependió de una fórmula más unilateral: monólogos polémicos por parte de presentadores cuyas opiniones eran frecuentemente confirmadas y amplificadas por las llamadas de los oyentes.

La derogación durante los años de Reagan de la "Fairness Doctrine", una regulación aplicada por la Comisión Federal de Comunicaciones que exigía publicar ambos lados de un debate, había propiciado ya el crecimiento de los presentadores de programas de debate de derecha, como Rush Limbaugh. El drama del impeachment elevó su estatus a tribunas de la derecha, y subrayó cómo las estaciones de radio locales, especialmente, se convirtieron en una caja de resonancia conservadora.

Esto tuvo un efecto circular en la política, y aumentó la vena doctrinaria de los republicanos, especialmente. Las encuestas sugirieron que la insistencia en el impeachment era perjudicial para ellos.

Las elecciones de medio término de 1998 ofrecieron una prueba incontrovertible de este autosabotaje. Sin embargo, a pesar de que hubo posibles salidas para los líderes republicanos, siguieron insistiendo, aunque era poco posible que esto acabara con el destronamiento de Clinton.

El impeachment no fue solo un momento transformativo. Para los políticos contemporáneos, se ha convertido también en uno con aprovechamiento pedagógico.

Lo que puso de manifiesto el juicio en el Senado a Bill Clinton fue la dificultad de sacar a un presidente de su cargo. Hablando desde un punto de vista procedimental, el impeachment en sí mismo es relativamente sencillo: se necesita una mayoría simple en la Casa de Representantes para aprobar un artículo de impeachment, lo cual sirve en efecto como imputación.

Conseguir un veredicto de culpabilidad en la Cámara Alta, por contra, es complicado. Deliberadamente, los autores de la Constitución pusieron el umbral alto, requiriendo dos tercios del Senado a favor del cese. Hoy, esto requeriría 67 senadores, un número endemoniadamente difícil de obtener.

Allá por 1998, ni siquiera todos los 55 senadores republicanos entregaron veredictos de culpabilidad al final del juicio liderado por el entonces presidente de la Corte Suprema William Rehnquist.

Ni un demócrata rompió filas. En el senado actual, 22 senadores republicanos tendrían que votar contra Trump para sacarlo del puesto, asumiendo que todos los demócratas votaran en favor de declararlo culpable.

Además de darnos un tutorial sobre mecánica constitucional, la saga del impeachment ofreció una lección política: perseguir a un presidente a través de este proceso poco utilizado, tiene enormes riesgos. Ciertamente actuó como boomerang para Newt Gingrich.

Es por esto que la nueva presidenta de la Cámara, Nancy Pelosy, está haciendo lo imposible para aplastar la conversación sobre el impeachment ahora que los demócratas tienen de nuevo mayoría en la cámara baja. Comprensiblemente, teme una respuesta negativa de los votantes, así como otorgar a Trump el tipo de martirio que le ayudaría en un segundo término como presidente.

Así que esta es la doble paradoja del escándalo de Bill Clinton y los procedimientos de impeachment que puso en marcha. No solo terminó facilitando el camino de Donald Trump hacia la Casa Blanca, sino que también reduce las posibilidades de que el Congreso intente sacarlo del gobierno.

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