La primera señal fuerte de que Río de Janeiro es una ciudad distinta a la que dejé dos años atrás la tuve en la favela de Dona Marta, donde me topé con narcos armados hasta los dientes.
Esta comunidad de unos 8.000 habitantes sobre un morro en el barrio de Botafogo fue la primera de Río en recibir una Unidad de Policía Pacificadora (UPP). Fue en diciembre de 2008, cuando la ciudad se preparaba para recibir el Mundial de fútbol 2014 y las Olimpiadas de 2016.
Aquella experiencia de policía de proximidad parecía tan exitosa en eliminar los tiroteos y los traficantes ostensiblemente armados que su "modelo" se expandió rápido a otras 37 favelas de Río.
Conocí Dona Marta en abril de 2012, meses después de mudarme a Río, para realizar un reportaje sobre la oleada de turistas extranjeros que llegaba a esa y otras favelas "pacificadas", transformando sus economías.
Supe que esto cambió en los últimos tiempos por noticias que recibí. Una de ellas, del mes pasado, indicaba que en Dona Marta estaban ocurriendo dos tiroteos por semana.
Pero nunca imaginé encontrar tan fácilmente a esos narcos con fusiles a cuestas, en un bar al pie del morro, a menos de 200 metros del control de policía militar en el acceso a la favela.
Era evidente que allí mandaban ellos. Vendían y fumaban marihuana sin disimulo. Al subir el morro, vi a un hombre pasearse con una pistola en la cintura de su short. Poco después, otro contaba billetes junto a un pequeño bolso repleto de paquetes coloridos.
Tanto él como otros vecinos con los que hablé se refirieron a la UPP más como un problema que como una solución. Por los estrechos callejones, paredes agujereadas como queso suizo son testimonios silenciosos de tiroteos recientes.
"Bala en la UPP", leía un grafiti en uno de esos muros, firmado con las iniciales de Comando Vermelho, la organización criminal más antigua de Río.
El propietario del bar que florecía la primera vez que fui a Dona Marta ya no estaba allí. Tampoco el bar. Y los turistas extranjeros, claro, brillaban por su ausencia.
"Terminó la Copa y la Olimpiada y todo decayó", me dijo Robespierre Avila, que preside la ONG Atitude Social para enseñar música a niños de la favela. "¿Dónde está el (mejoramiento) social? ¿Dónde está la paz?".
En ese momento, me pregunté cuántas cosas que podían salir bien en esta "Cidade Maravilhosa" han terminado mal.
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Siento un cariño especial por Río, no sólo por su belleza natural. Es también la ciudad donde conocí varios amigos y vi crecer a mis hijos entre julio de 2011 y agosto de 2016.
Me mudé a Nueva York tras los Juegos Olímpicos y la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Río ya acusaba entonces el impacto de la peor recesión económica que Brasil recuerde y el megaescándalo de corrupción en Petrobras, la petrolera con sede en la ciudad.
Y la seguridad pública empeoraba día a día.
Pero al regresar la semana pasada para informar sobre las elecciones de este domingo me invadió un profundo sentimiento de desolación.
Casi todos los corresponsales extranjeros que conocí habían partido a otros destinos. También emigró buena parte de mis amigos, incluidos los brasileños.
Además del devastador incendio del Museo Nacional de Brasil en Río, que fue noticia internacional el mes pasado, han cerrado más discretamente otros museos que solía visitar. Como la imponente Casa Daros, que reunía una fantástica colección de arte contemporáneo latinoamericano. O el pequeño Museo Internacional de Arte Naif.
También bajó cortinas por déficit la Librería Cultura, que con cuatro pisos y un teatro en el subsuelo era la mayor del centro de la ciudad.
En mi antiguo barrio de Flamengo constaté el cierre del hotel Paysandu, que alojó a la selección de fútbol de mi país, Uruguay, campeona del mundo en 1950. No fue el único: una docena de otros hoteles han clausurado por la crisis en Río desde las Olimpíadas.
"La ciudad está abandonada", me dijo Maria de Lourdes Soares, una mujer de 75 años que desde hace 57 se gana la vida vendiendo cocos y galletas en la playa de Flamengo.
"El gobierno no tiene dinero porque robó", agregó.
Y me recordó que Sérgio Cabral, el exgobernador de Río que prometía transformar la ciudad con inversiones para las Olimpíadas, hoy cumple condenas que suman 183 años de cárcel por corrupción en diversas obras públicas.
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La decadencia de Río alcanza hasta las escasas mejoras reales que tuvo la ciudad con el Mundial y los Juegos Olímpicos.
La red de Transporte Rápido por Omnibus (BRT por sus siglas en inglés) funciona en algunos corredores. Pero ahora investigan si la corrupción redujo la calidad del servicio público. Y un tramo de las obras se volvió un centro de consumo de crack, o "cracolandia" como dicen los brasileños.
En el Parque Olímpico de Río, parte del techo del Velódromo inaugurado en 2016 como la pista de ciclismo "más rápida del mundo" se desmoronó durante una tormenta el día que volví a la ciudad.
Luego supe que seis "Naves de Conocimiento", que ofrecen cursos de tecnología y acceso a internet en barriadas de bajos recursos, suspendieron actividades por falta de recursos municipales.
La alcaldía de Río, encabezada por el pastor evangélico Marcelo Crivella, también prevé reducir drásticamente el alcance de un programa de salud familiar que beneficiaba a 70% de la población. Y se esperan nuevos recortes para el año que viene.
"Estamos parando investigaciones, provisiones de vacunas y medicamentos", me dijo Carlos Silva, médico de la Fundación Oswaldo Cruz, un prestigioso centro de investigación en salud pública con sede en Río que depende del gobierno federal. "No tenemos recursos".
Ni siquiera algunas ideas simples funcionan fácil en Río.
Me sorprendió que la ciudad se convirtió en julio en la primera de Brasil en prohibir el uso de pajitas de plástico como forma de preservar el medioambiente.
Pero el mayor costo y la baja disponibilidad de la alternativa de pajitas de papel biodegradable llevó a vendedores callejeros de agua de coco a utilizar vasos y botellas de plástico, que contaminan aún más.
La violencia
En cuanto a la seguridad pública, Río está desde febrero bajo intervención militar ordenada por el gobierno federal. Pero lejos de reducir la violencia, en este lapso hubo cerca de un millar de muertos en acciones de fuerzas de seguridad, así como denuncias de abusos.
Las muertes a manos de policías y los homicidios comunes han vuelto a crecer en las favelas "pacificadas", donde las autoridades retomaron una estrategia de conflicto, según expertos.
El gobierno de Río ya acabó con cinco UPPs en distintas favelas, incluida la célebre Cidade de Deus, y prevé extinguir otras 14 de las 38 creadas.
En Dona Marta encontré habitantes temerosos de que la violencia aumente más tras un eventual triunfo en el balotaje presidencial del domingo del ultraderechista Jair Bolsonaro, que ha dicho que quiere dar a los policías "licencia para matar" en servicio sin que puedan ser castigados.
"Va a morir mucha gente en las favelas", me dijo Paulo Velho, mientras señalaba marcas de tiros al lado de su pequeño bar de Dona Marta. "Va a haber un Río de sangre".