México recordó de la peor forma uno de los días más trágicos de su historia.
En el aniversario del terremoto que en 1985 dejó 10.000 muertos, las entrañas de la Tierra se volvieron a ensañar, a temblar y a demostrar que no hay preparativos ni experiencia que valgan.
En una ciudad acostumbrada a las sacudidas, el caos, el pánico y la desesperación se tomaron las calles. Abarrotadas, miles de personas quedaron presas del desamparo y rehenes de una situación trágica y mortal.
Los más afortunados no pasaron del susto, pero aun así tuvieron que salir a las apuradas mientras las paredes se tambaleaban.
El saldo del terremoto de magnitud 7,1, por el momento, es de más de 140 muertos en cinco estados.
En Ciudad de México ?a 120 kilómetros del epicentro? decenas de viviendas colapsaron.
Una de las zonas más afectadas de la capital fueron los barrios residenciales de Roma y Condesa. En unas pocas cuadras varios edificios yacían en escombros.
En torno a ellos una constante: urgencia. Para rescatar a las personas que quedaron atrapadas, para contener las fugas de gas lo antes posible y así evitar un drama mayor.
Caos
Un operativo contrarreloj se desarrollaba en medio del caos y la desorganización.
El Estado apenas presente en forma de soldados que impedían el acceso. El resto, hordas de voluntarios que pedían y traían agua, cuerdas, mantas, medicinas. Agua para usar en los caños e intentar descubrir el sitio exacto de las fugas, cuerdas para remover escombros, mantas para improvisar camillas sobre el asfalto y medicinas con la esperanza de rescatar sobrevivientes.
Diana Moreno, una doctora, llegó con su equipo de un hospital de la zona para ayudar. Pusieron mantas en el piso a metros de un edificio que cayó y donde buscaban sobrevivientes.
"Nos estamos organizando con el material que trajimos y con lo que nos trae la gente", contaba. "Aún no hemos recibido heridos pero aquí podemos tratar a unos 20 pacientes".
La tónica era la confusión. Nadie sabía nada. Sólo había gritos. Para pedir donaciones para los que llegaran heridos, para pedir silencio y así intentar escuchar a los sobrevivientes, para pedir que apaguen los celulares y minimizar el riesgo de una explosión.
A pocas cuadras de allí cientos de evacuados del Hospital Obregón esperaban bajo improvisadas lonas en medio de una avenida. Empleados y pacientes, rostros agotados y piernas quebradas. Los más graves fueron trasladados a planta baja. El temor a las réplicas hacía imposible llevarlos de vuelta a sus habitaciones. Las preocupaciones eran mayores.
"El hospital tiene planta de luz, pero no hay luz en la zona, tenemos ocho horas hasta que se no agote el diesel", explicaba Antonio Hernández, director médico de la institución.
"Estamos buscando conseguir para poder seguir trabajando. Si no tenemos luz, a los pacientes que están con ventilador una o dos horas antes tenemos que prevenir y canalizarlos a otros hospitales".
En medio del desorden, la calma que llega con la experiencia: Amalia Reynosa, 71 años, día por medio viene al hospital a que le hagan una diálisis. Sentada, bastón en una mano, sándwich en la otra, cuenta que ni siquiera entró en pánico. Un par de horas antes del temblor sonó la alerta sísmica para un simulacro en el aniversario del terremoto del 85.
"Pensé que era otro, hasta que empezaron a decir: 'Sálganse pronto, sálganse pronto'".
A los pocos segundos regresaron por ella, la bajaron en silla de ruedas. Le decían que iba a colapsar el edificio, la cargaron por las escaleras. Ella nunca perdió la calma.
Todo el estrés que pudo y debió haber sentido, lo vivió su hija Erika, que estaba en la sala de espera con su hija Romina, de 6 meses. "Se sintió muy feo, se fue la luz, escuchaba que se rompían los vidrios, no podía ni caminar, pensé que se iba a caer, pensé que me moría, por ella, por Romina, me hice fuerte".
Ellas tres fueron de las afortunadas. En un día aciago para México, cientos no podrán decir lo mismo.