El contraste entre la ceremonia de inauguración de este Consejo Constitucional y el anterior no pudo ser más patente. Después de un minuto de nostalgia dirigido por Miguel Littin, que presidió la instalación de la mesa, todo fue muy chileno, muy medido, muy formal, muy patriótico. Todos de corbata, menos el presidente, todos embanderados, con la canción nacional en el pecho. Todos con zapatos en los pies, sin trajes ceremoniales algunos, queriendo justamente hacer ver que el Chile que daba por muerto la convención pasada, está completamente vivo y en sorprendente buena salud.
Un Chile sin embargo que, y es al parecer la gran lección que aprendió del proceso pasado, se sabe frágil y por ello rechazó la altisonancia a lo profe Silva y desechó dos nombres de posibles presidentes por sus prontuarios anteriores, para elegir como presidenta a una joven muy rubia y muy joven que resulta a primera vista la imagen misma del candor.
Rubia, bonita, gentil, bien peinada, Beatriz Hevia es a pesar de su relativa juventud—nació en 1992—, una militante histórica del Partido Republicano. Hija de un ganadero de Osorno, descendiente de alemanes por parte de la madre, educada en el colegio también alemán de la zona y luego en la Universidad de Los Andes, su currículum no puede ser menos plurinacional. Convencida militante del Kastismo de primera hora, acompañó a éste desde el comienzo de su aventura presidencial, siendo su avanzada en el mundo universitario y siendo ahora parte de los que piensan las relaciones internacionales de republicanismo.
En su discurso de inauguración fue todo lo prudente y cuidadosa que se puede ser, aunque estaba centrado en el tema de la “crisis moral” que tiene como síntoma la destrucción de la familia y la falta de respeto a la autoridad. Se cuidó por eso mismo de nombrar y agradecerle a todas las autoridades presentes, incluido una invisible: la de Dios, a quien encomendó su labor. Aunque, para mi preocupación, aclaró que lo que dejó escrito la Comisión Experta, es solo un borrador sobre el que hay que trabajar mucho. Personalmente creo que lo mejor que podría hacer el nuevo consejo es no trabajar nada y dejar el borrador de los expertos, tal como está.
A mí me preocupa justamente eso, la obsesión por borrar borradores que se aloja en el centro del corazón de esta comisión y la anterior y la anterior a la anterior. Porque el carácter refundacional del proyecto constitucional de 2022 nacía justamente del carácter refundacional de la Constitución de 1980. Esta fue escrita y pensada con la única idea manifiesta de que la UP no pudiera volver a gobernar nunca más. A este absurdo, escribir una Constitución para que un grupo político arraigado en el corazón de la historia de Chile no pudiera nunca gobernar, se le contestó con un texto igualmente delirante, o más, que impedía que fuera la derecha, o el “neoliberalismo”, la que pudiera nunca gobernar Chile.
El mayor éxito de la democracia chilena fue justamente al contrario de lo que Nacis (la versión chilena de los Nazis alemanes), comunistas, socialistas y radicales, pudieran votar por un mismo conglomerado políticos (el Frente Popular). El triunfo máximo de la fórmula estuvo en domesticar un León, el de Tarapacá, y convertir otra fiera, Carlos Ibáñez del Campo, en un modesto gatito de salón. La guerra fría impidió que este milagro ocurriera de nuevo y la sangre llegó al río, y al mar y aún les mancha a algunos las manos y a otros el pecho.
Una buena Constitución no es una en que no puedan gobernar nunca los que piensan distinto a ti, sino una en que no puedan impedir que sean tus ideas las que luego gobiernen. Para que eso pase ninguna idea puede llegar demasiado lejos, porque al hacerlo impediría que la idea contraria hiciera lo propio después. Es lo que hace de la democracia representativa, el sistema más odiado por los fanáticos y los genios, los iluminados, los expertos y los profetas de todo signo y época. Porque es un sistema de frustración y de balance en que se regula no solo el poder sino la impotencia que es su verdadero motor.
Así, en medio de esta ceremonia de instalación del nuevo consejo, tan limpia, tan simple, tan clásica, tan monocromática, me puse a valorar de otra manera la anterior (que sufrí de punta a cabo). Ese helado día frío y soleado donde una demente se puso a abuchear la canción nacional y otro caminó sin zapatos a votar por él mismo (que luego supimos era otra cosa de lo que decía ser). Una ceremonia psicodélica que, sin embargo, terminó con Carmen Gloria Valladares haciendo cumplir el reglamento con impecable celo funcionario, convirtiéndose, para moros y cristianos, en la heroína de la jornada.
Del punto vista de lo que es o debería ser una democracia, una república, un país, esa ceremonia caótica de hace dos años no deja de ser aleccionadora. Aunque a todos nos gustaría olvidarla, no olvidarla me parece quizás lo primero que deberíamos hacer. Se intentó en esa inauguración pasada innovar, destruir los signos de ayer y poner otros nuevos en su reemplazo, pero a la hora de organizarse las viejas leyes y sus fórmulas, los viejos funcionarios y sus procedimientos salvaron la jornada.
Cuando eso pasó sentí que era Chile el que se salvaba. Porque Carmen Gloria Valladares no impidió a nadie vestirse como quisiera vestir, o hablar como quisiera hablar, porque la diversidad de un país mucho más demente e inesperado de lo que siempre hemos querido creer, quedó intacta, pero prefirió esta misma bella y terrible demencia, elegir como procedimientos para gobernarse los de la democracia representativa consabida y clásica.
Ni las corbatas hacen las formas formales, ni los vestidos ceremoniales hacen la diversidad diversa, sino los procedimientos y el respeto a ellos. Si el consejo de hoy no comprende que tiene mucho que aprender, para mal pero también para bien, de la convención pasada, no cumplirá a cabalidad su misión.
Si Beatriz Hevia no entiende que entre ella y Elisa Loncon existe una continuidad más que secreta, y que no sería posible ella sin la que la antecedió, este consejo y la Constitución que de él emane será una pérdida de tiempo más. Si Chile se pasa otro año o dos o tres yendo de un extremo de otro, probando fórmulas e inventando la rueda, nuestro destino no es otro que hundirnos en una improvisación conocida y volver al ritual terrible del fuego purificador del que venimos de salvarnos.