Aún desconocemos la trama de la revuelta que se inició en la noche del 18 de octubre de 2019 en Santiago y otras ciudades, y cuya ola de violencia, destrucción y pillaje causó inmensos daños, degradó nuestra convivencia y llevó al país al borde del quiebre institucional. Pasados tres años, no se sostiene el relato del estallido social, que fue el calificativo ennoblecedor consagrado por la TV, pero que rechazan los propios “presos de la revuelta”, que están convencidos de haber luchado por la revolución (con métodos tipificados en el Código Penal, por cierto).
Aunque entonces hubo expresiones genuinas de descontento, lo que define al 18/O no fue el deseo de mejorar la sociedad, sino de demolerla. La proclama “hasta que la dignidad sea costumbre” fue una nueva versión del lema “el fin justifica los medios”. Y ya vimos lo que realmente se hizo costumbre. Si hubiera dudas, habría que preguntarles a quienes vivían o trabajaban en la zona de plaza Italia, y debieron emigrar de allí.
Pese a los afanes de la izquierda gobernante por exaltar el 18/O como una epopeya, lo que resalta es la irracionalidad y la devastación que trajo, y que de ninguna manera brotaron espontáneamente. Su potencia destructiva requirió mando, planificación, coordinación y muchísimo dinero. ¿Alguien sostiene todavía que no hubo objetivos políticos detrás de todo lo que pasó?
Una coalición muy oscura actuó el 2019. Confluyeron allí la izquierda castro/chavista, las tribus anarquistas, las bandas del narcotráfico y la mano de obra contratada para saquear, destruir y quemar, o sea, el lumpenfascismo, descrito certeramente por Lucy Oporto. El propósito fue empujar a Chile al caos y, en lo posible, derribar al gobierno. Antes de que se cumplieran 24 horas de los primeros saqueos, Guillermo Teillier, jefe del PC, pidió la renuncia del presidente Piñera. Nada fue casual.
El ataque al Metro tuvo características de operación de guerra ejecutada por profesionales, con el fin de quebrar la columna vertebral de la capital. Las 20 estaciones más dañadas exigieron el uso de elementos químicos, manejados probablemente por conocedores de las técnicas de sabotaje que son propias de la guerrilla urbana. Quienes actuaron allí, como en los ataques a cuarteles policiales y unidades militares, veían a Chile como enemigo.
Hubo un momento en que la Primera Línea, el grupo de choque más audaz en las provocaciones contra Carabineros, estuvo a 200 metros de La Moneda. Fue real la posibilidad de asalto. En aquellas horas, las FF.AA. se mantuvieron atentas a las instrucciones de sus mandos y de las autoridades. Si se hubiera producido tal asalto, tenían el deber de actuar con todo su poder.
Debe investigarse a fondo la intervención extranjera. El 19 de julio de 2021, la fiscal de Valparaíso, Claudia Perivancich, le preguntó a Piñera si era cierto que la Dirección de Inteligencia del Ejército había entregado, poco después del 18 de octubre, un informe al ministro de Defensa de entonces, Alberto Espina, que sostenía que el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) había logrado introducir en Chile “un batallón de 600 agentes clandestinos, expertos en guerrilla urbana”, para llevar a cabo operaciones de insurrección. Piñera reconoció la existencia del informe, y afirmó que allí se mencionaba el ingreso de cubanos y venezolanos.
Lo ocurrido el 18/O no puede desvincularse del viaje del exmandatario, en febrero de 2019, a la ciudad colombiana de Cúcuta, en la frontera con Venezuela, a instancias del entonces presidente Duque, con el fin de apoyar a Guaidó, el líder opositor venezolano, en un momento en que parecía tambalear el régimen de Nicolás Maduro. Fue una decisión imprudente, que no midió las consecuencias de desafiar a un régimen sin escrúpulos. No hay duda de que Maduro se desquitó de un modo terrible. Y la forma en que actuaron entonces los amigos chilenos de las dictaduras de Cuba y Venezuela desnudó la comunidad de intereses.
Necesitamos saberlo todo. ¿Cuánto han logrado averiguar los organismos de inteligencia de las FF.AA. y de las policías? ¿Tiene alguna información el Ministerio Público? ¿Y en el Congreso, existe una mínima inquietud por investigar? Es evidente que hay sectores que prefieren echarle tierra a todo, por el riesgo de que una indagación los deje en posición inconfortable. Por ejemplo, como quintacolumnistas. En todo caso, por alguna vía tendrá que abrirse paso la verdad.
El 18 de octubre dejó una herencia envenenada en la vida nacional. Retrocedieron el civismo y la seguridad, crecieron el bandidaje y el terrorismo, se debilitó el orden legal. Al amparo del régimen de libertades, siguen actuando grupos político/delictuales dispuestos a socavar la legalidad construida precisamente para proteger la vida en libertad. Si el gobierno de Boric no lo entiende, no podrá evitar el naufragio.
Es claro que el extremismo y el crimen organizado tienen intereses convergentes, y que sus acciones plantean un inmenso desafío en el campo de la seguridad interior. En tal contexto, las FF.AA., Carabineros y la Policía de Investigaciones necesitan contar con el firme respaldo de los poderes del Estado para que ejerzan plenamente el monopolio de la fuerza. Hay que terminar con las ambigüedades en este terreno.
Hemos comprobado que la democracia puede debilitarse a un grado extremo si no puede defenderse eficazmente. Por ello, debe cesar la connivencia política con los violentos. Es imperioso desarticular a los grupos dedicados al bandolerismo y al terrorismo en el sur, como también a las mafias que actúan en el norte. Se necesita cortar de raíz el vandalismo que tiene como centros de operaciones a varios liceos de Santiago. Nada es más decisivo que resolver la crisis de seguridad pública. Hay que poner fin a la impunidad. El Estado que sostiene las libertades no puede retroceder.