Había una vez un príncipe criado sin amor. Taciturno, ni guapo ni popular, graduado en Historia y acuarelista, aguardó setenta años una chance de cumplir su destino. En décadas de espera, se las arregló para vencer mayormente la incomodidad consigo mismo, aunque no pudo librarse del ademán de melancolía que lo caracteriza desde niño. Llegó a ser Rey en la ancianidad. En este camino lleno de vericuetos, lo acompaña su consorte, relación improbable de cincuenta años que logró superar el rechazo generalizado y los matrimonios de ambos con otras personas.
La vida del circunspecto Carlos III tiene poco de alegría, y nada de cuento de hadas. La serie televisiva The Crown, que ficcionalizó la vida de su familia, optó por dejar fuera muchos detalles de un personaje sobre el cual se ciernen sombras. La primera, la de su madre, soberana modelo que sacrificó todo en aras del deber, logrando reinar por el mayor tiempo en la monarquía más longeva de todas con gran reconocimiento popular. Y luego, la de su primera esposa, beldad trágica cuyo carisma, rebeldía y venganza perviven -en partes distintas- a través de los hijos.
En un mundo como la realeza, que vive de cultivar ideales, este rey está lejos de la perfección.
Ahora bien, más allá de lo anecdótico, ¿de qué sirve tener Reyes?
Más allá de personalidades, miserias y grandezas, la monarquía cumple una función estatal: no es anacrónica, ni está obsoleta. Pervive como exitosa forma de organización del Estado en muchos países, muchos de ellos democracias desarrolladas, donde la historia es elemento constructor de identidad nacional. Cumple el rol de unificar el país -incluso varias naciones dentro de un mismo país-, y encarnar tradiciones y costumbres que no obstante ser esenciales, no están codificadas en ninguna parte. Cuando la historia importa, no todo lo esencial tiene que estar ser escrito. La constitución es, ante todo, una cultura.
En la monarquía, se ha preferido constitucionalmente separar la política contingente y sus naturales divisiones, de la representación del Estado. Y esta última función se ha entregado a una familia, cuyo trabajo, a perpetuidad, es de relaciones públicas y diplomacia (renunciar a la empresa familiar es complejo, pero posible).
Y dentro de las monarquías, ninguna es tan longeva e influyente como la británica. Hoy, sus ritos y tradiciones ofrecieron, en la coronación, la más gloriosa exhibición de pompa en una generación. Pero los británicos no dejan de ser pragmáticos: la pompa tiene un sentido y justificación (y por lo demás los réditos superan varias veces lo gastado).
Si el Reino Unido continúa siendo clave en la escena internacional pese a que el Imperio Británico ya no existe hace mucho, es mayormente por dos razones: por la calidad de su educación, y por su monarquía, que no gobierna pero sí influye a nivel global. Para los británicos el pasado debe ser realzado, puesto en valor, y la modernidad se construye reflexionando sobre él y embelleciéndolo. Así, el protocolo y el patrimonio redundan en ganancia tangible para el país. Es esa ecuación y cuidada narración lo que explica que en las encuestas la monarquía reciba un sólido apoyo popular.
Carlos III, no obstante sus hándicaps, promete hacer un reinado relevante. La edad impone una limitación natural pero también jugó a favor, ayudándolo a transformar su peculiaridad en afabilidad. Es anciano, circunspecto y mañoso, pero tiene un gran mérito en el bolsillo: ser un decidido ecologista desde su juventud, cuando el tema no estaba de moda, y haber hecho activismo toda su vida en favor de esta causa. El ambientalismo marcará su trabajo, y el soft power británico, volcado bajo su influencia en esa causa, puede resultar excelente a nivel global.
A nivel local, en tanto, la impronta de Carlos será, probablemente, iniciar una transición a una institución más amigable, más cercana al pueblo, representada por su hijo mayor, una presencia libre de sombras. Es a William a quien le tocará la labor de modernización. Aunque todavía falta para que se escriba ese guión.
Bienvenida es hoy la monarquía ambientalista.