Estamos adentrándonos en la etapa de la campaña donde parece ser que todo vale con tal de ganar. Se trata de la última milla electoral, donde los ataques, entre candidatos y adherentes, de uno y otro bando, se vuelven cada vez más ácidos.
Sucede en todas las campañas del mundo, no debiese sorprendernos, pero hoy en Chile se ha vuelto especialmente hostil. ¿Podría ser de otra manera? Se suele decir que las elecciones son un reflejo de la sociedad y que una nación elige al mandatario que se merece. Así, esta elección ha servido para develar el tenso clima de convivencia en que estamos sumergidos desde hace bastante tiempo.
A partir del 18-O el clima de violencia se extendió más allá del plano físico y se impregnó en la forma como nos relacionamos. Una especie de odiosidad se incubó entre familiares, colegas, vecinos y amigos, llegado al punto en que actualmente se enjuician y silencian en redes sociales en nombre de la contienda electoral.
Muchos han puesto de su parte para construir esta película de terror. Algunos periodistas han normalizado la violencia, las plataformas digitales han fomentado la polarización, los matinales han farandulizado la labor legislativa, varios intelectuales se han dejado seducir por añejas ideas revolucionarias y muchos políticos se han embriagado con la épica refundacional doble destilado.
Tragicómicamente nos hemos acostumbramos a ver una pantalla dividida, con autoridades políticas atacándose en televisión abierta con total naturalidad, como si en eso consistiese su trabajo, cuando en realidad los chilenos los elegimos para que solucionen nuestros problemas, no para que compitan por ganar la medalla de oro a la verborrea.
Este clima de animadversión también ha sido abonado por personalidades que se posan sobre un pedestal, tal como el profeta del Paseo Ahumada, a dictar cátedra sobre la verdad y lo correcto. Como si algunos estuvieran tocados por la varita de la sabiduría y otros por la de la ignorancia, produciéndose así una profunda y falsa división entre supuestos despiertos y dormidos, entre los cuales, ¡vaya la ironía!, se encuentran los técnicos y académicos.
La agresividad ha pasado a formar parte de la vida cotidiana, y así, sin darnos cuenta, hemos dejado de condenar hechos que racionalmente son insostenibles. Como el actuar de algunos parlamentarios, entre ellos el candidato Gabriel Boric, que están dispuestos a indultar a personas que quemaron y saquearon locales comerciales, sedes municipales, farmacias, bibliotecas, paraderos, consultorios, estaciones de metro y un largo “otros”. Si nuestros líderes de opinión, elegidos por la mayoría para representarnos, validan la violencia como medio de acción política, es esperable que los ciudadanos procedan de la misma forma en los espacios públicos y/o en sus círculos cercanos.
La violencia que recibió Fabiola Campillai cuando fue impactada por la bomba lacrimógena es la misma que experimentó Dahianna Pereira cuando balearon a su marido, el cabo segundo de Carabineros, Eugenio Naín Caniumil, mientras conducía su patrulla en el sector de Metrenco. Si entramos a comparar y comenzamos a contextualizar quedamos a un paso de caer en la dinámica perversa del sesgo confirmatorio. Así como el amor es amor, la violencia es violencia. Sin matices ni discriminaciones de ningún tipo.
En el actual escenario, donde impera la palabra imprecisa y el ánimo crispado, la ciudadanía demanda sentidamente por mayores dosis de estabilidad y calma. Se anhela recobrar el bienestar psíquico que produce sentir cierto grado de control sobre el entorno. Control subjetivo que se perdió tras el estallido, la pandemia, la inflación y el parlamentarismo de facto que nos ha gobernado desde hace ya dos años.
En miras al debate de mañana, quien sea capaz de encarnar este anhelo de estabilidad de forma creíble, más allá de las imposturas a las que la política nos tiene acostumbrados, podría pasar a ser el portador del equilibrio que tanto anhela la ciudadanía y cristalizarlo el 19 de diciembre en las urnas.