Muchas de las decisiones que tomamos a diario determinan el impacto de nuestra vida en el medio ambiente: ir al trabajo en coche o en bicicleta, comer un filete o un plato de garbanzos, pasarnos la tarde viendo Netflix o leyendo… Gran parte de las actividades que realizamos implican la liberación, directa o indirecta, de gases de efecto invernadero que contribuyen al cambio climático. Es lo que se conoce como huella de carbono.

Como advierte Emilio Chuvieco, de la Universidad de Alcalá, “el consumo ciudadano es el principal responsable de las emisiones de gases de efecto invernadero”. Entre el 60 y el 75 % de ellas están ligadas al transporte, la alimentación, la ropa y climatización.

¿Y de qué dependen nuestras decisiones de consumo? Nos condicionan diferentes factores sociales, económicos y culturales. Por ejemplo, se ha comprobado que el nivel de renta y el género influyen. Estudios realizados en diferentes países han detectado que la huella de carbono de los hombres es mayor que la de las mujeres.

En cualquier caso, e independientemente del género, todos los ciudadanos deberíamos reducir nuestro nivel de contaminación para cumplir con los objetivos de desarrollo sostenible y frenar el calentamiento global.

En el ámbito de la alimentación, disminuir el consumo de productos animales (como en la dieta mediterránea o en la vegana) y optar por productos locales y de temporada contribuye a reducir emisiones. También evitar el desperdicio alimentario, que podría recortar en un 23 % los gases de efecto invernadero provenientes de la agricultura y la ganadería.

Uno de los objetivos que se plantean para descarbonizar el transporte es sustituir los coches de combustión por coches eléctricos. Sin embargo, como advierte Arturo H. Ariño, de la Universidad de Navarra, estos últimos no solucionan el problema. Las mejores alternativas a los coches (ambientalmente hablando) son el transporte público, la bicicleta y los desplazamientos a pie.

Otra forma de reducir nuestra huella de carbono es limitar los viajes en avión, sobre todo los cortos. Según explica Mariano Marzo Carpio, de la Universitat de Barcelona, la intensidad en carbono de los vuelos de menos de 500 km (155 gCO2/pasajero-km) puede llegar a duplicar la de los vuelos de media y larga distancia (entre 75 y 95 gCO₂/pasajero-km).

Además, el funcionamiento de todos los servicios y aplicaciones que usamos en internet requiere una enorme cantidad de energía, que se traduce en emisiones. Por ejemplo, se estima que una hora de vídeo en streaming puede suponer la liberación de 55 gramos de CO₂.

Lo ideal sería que hubiese más información disponible sobre la huella de carbono de los productos y servicios para que los consumidores pudiéramos conocer su impacto climático y tomar mejores decisiones. Esperemos que en un futuro la situación cambie. Y también que las empresas se tomen más en serio su parte de responsabilidad.

Publicidad