A las mujeres en la política se las acusa a veces de utilizar conscientemente su femineidad para avanzar en un mundo dominado por los hombres.
Frances Perkins hizo eso, pero de una forma muy inusual: trató de que los hombres recordaran a sus madres.
Usaba un sombrero sencillo de tres picos y refinó su comportamiento basado en una observación cuidadosa de lo que parecía ser la manera más efectiva de persuadir a los hombres de que acepten sus ideas.
Quizás no es coincidencia que esas ideas podrían ser razonablemente descritas como maternales, o al menos parentales.
Cualquier progenitor quiere proteger a sus hijos de un daño serio; Perkins creía que los gobiernos debían hacer lo mismo por sus ciudadanos.
Se convirtió en la secretaria de Trabajo del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en 1933.
La Gran Depresión estaba haciendo estragos en EE.UU.: un tercio de los trabajadores estaba sin empleo y aquellos empleados sufrieron drásticas reducciones de sueldo.
Perkins implementó las reformas que pasaron a conocerse como el New Deal (Nuevo Acuerdo), incluyendo un salario mínimo, beneficios para los desempleados y pensiones para los más ancianos.
Los historiadores te dirán que no fue Frances Perkins quien inventó el estado de bienestar. Fue Otto von Bismarck, canciller del Imperio alemán, medio siglo antes.
Pero fue durante la era de Frances Perkins que varios estados de bienestar tomaron una forma reconociblemente moderna a lo largo del mundo desarrollado.
Los detalles cambian entre lugar y lugar y en términos de medidas y tiempos. Algunos beneficios se obtienen si primero contribuiste a un seguro estatal; otros son derechos basados en residencia o ciudadanía.
Algunos beneficios son universales: todos los reciben más allá de sus ingresos. Otros dependen de las métricas: tienes que probar que cumples con ciertos requisitos de necesidad.
Pero la misma idea básica conecta a todos los estados de bienestar: que la responsabilidad última de garantizar que nadie muera de hambre en la calle no depende de la familia, de la caridad ni de los seguros privados, sino del gobierno.
Este concepto tiene sus enemigos. Después de todo, es posible ser excesivamente maternal.
Cada padre sabe de manera instintiva que hay un balance entre proteger y sobreproteger: hay que fomentar la resiliencia pero no la dependencia.
Y si padres sobreprotectores pueden limitar el crecimiento personal de un hijo, ¿podrían los estados de bienestar demasiado generosos limitar el crecimiento económico?
Es una preocupación entendible. Imaginemos a una madre soltera con dos hijos. Quizás califique para varios beneficios: por alojamiento, por hijos, por desempleo.
¿Podría acumular más dinero del estado de bienestar que lo que ganaría si cobrara un salario mínimo?
En 2013, en no menos de nueve países europeos, la respuesta a esa pregunta fue: "si".
En tres de ellos -Austria, Croacia y Dinamarca- su tasa de impuesto marginal era casi del 100%, es decir: si decidiera tomar un empleo de medio turno para ganar un poco más de dinero, inmediatamente lo perdería debido a la reducción de sus beneficios.
Esta "trampa de bienestar" no parece tener mucho sentido.
Pero también es posible pensar que los estados de bienestar pueden mejorar la productividad económica. Si pierdes tu trabajo, el seguro de desempleo significa que no tienes que correr para buscar otro. Esto te da tiempo para buscar un puesto que aprovecha mejor tus habilidades.
Los empresarios también podrían tomar mayores riesgos si saben que una bancarrota no generará una catástrofe: aún podrán mandar a sus hijos a la escuela y recibir ayuda médica si se enferman.
En reglas generales, trabajadores saludables y educados tienden a ser más productivos.
A veces los beneficios estatales pueden ayudar de maneras inesperadas: en Sudáfrica las niñas crecieron más saludables cuando sus abuelas empezaron a recibir pensiones.
Entonces, el estado de bienestar: ¿incentiva o limita el crecimiento? No es algo fácil de responder. Los sistemas tienen muchas partes movibles y cada parte puede impactar en el crecimiento de diferentes maneras.
Pero la evidencia recopilada sugiere que el efecto es neutro: los positivos y los negativos se eliminan entre sí.
Los estados de bienestar no hacen que la tarta sea más grande o más pequeña. Pero sí cambian el tamaño de la porción de cada individuo. Y eso ayuda a combatir la inequidad.
O al menos ayudaba. En las últimas dos décadas las cifras muestran que a los estados de bienestar no les ha ido tan bien. Esto no es sorprendente: se están quebrando bajo el peso de un mundo que cambia rápidamente.
Hay cambios demográficos: la gente vive por más tiempo después de retirarse.
Hay cambios sociales: los subsidios muchas veces se crearon en una época en la que la mayoría de las mujeres dependía del sueldo de su marido y la mayoría de los trabajos eran de tiempo completo y duraderos.
En el Reino Unido, por ejemplo, más de la mitad de los trabajos nuevos creados desde la crisis de 2008 son de personas autónomas. Sin embargo un obrero que está empleado recibe un pago por enfermedad y si tiene un accidente, mientras que alguien que se emplea a sí mismo no tiene esos beneficios.
También está la globalización: los estados de bienestar se originaron cuando los empleadores estaban fijos en sus países y no podían mudarse con facilidad a otros lugares con menos impuestos y regulaciones, como hacen hoy las multinacionales.
La movilidad de los trabajadores también genera dolores de cabeza: la idea de que los inmigrantes pueden cobrar beneficios fue lo que llevó al Reino Unido al camino del Brexit.
Mientras consideramos cómo -o si- arreglar el estado de bienestar, no deberíamos olvidar que una de las principales maneras en que los estados de bienestar moldearon la economía moderna fue moderando las demandas por reformas más radicales.
Otto von Bismarck no era ningún reformista como sí lo fue Frances Perkins. Sus motivos eran defensivos. Temía que el público adoptara las revolucionarias ideas de Karl Marx y Friedrich Engels.
La apuesta de Bismarck fue que sus beneficios fueran lo suficientemente generosos como para aquietar a la población. Y esa es una clásica táctica política.
Cuando el emperador romano Trajano distribuyó granos de forma gratuita, el poeta Juvenal dijo su famosa frase de que al pueblo no se lo puede comprar con "pan y circos".
Lo mismo podría decirse de la historia del estado de bienestar en Italia, que tomó forma durante la década de 1930 cuando el fascista Mussolini buscó contrarrestar el atractivo popular de sus opositores socialistas.
En EE.UU. el New Deal fue atacado tanto por la izquierda como la derecha. El populista gobernador de Louisiana Huey Long se quejó de que Frances Perkins se había quedado corta, y se preparó para postularse a la presidencia bajo el slogan "Compartir nuestra riqueza", que prometía confiscar las fortunas de los más ricos.
Fue asesinado de un tiro así que sus políticas nunca pudieron ponerse a prueba.
Ese tipo de tumulto político parece lejano pero quizás estemos siendo complacientes. Algunos consideran que estamos atravesando otra revolución industrial ahora mismo, con la llegada de los robots que nos quitarán nuestros empleos.
La desigualdad, que en muchos países se amplió fuertemente durante las décadas de 1980 y 1990, podría ampliarse aún más.
En el pasado, trabajos nuevos y mejores llegaron para reemplazar aquellos que se perdieron. Pero es posible que la inteligencia artificial también logre hacer esos trabajos mejor.
Si la labor humana es menos necesitada en el futuro, podríamos tener que reinventar el estado de bienestar para mantener a nuestras sociedades en pie.
No todos los economistas creen que eso es algo que debería preocuparnos hoy. Pero quienes sí lo creen están reviviendo una idea que surgió de Tomás Moro, autor de "Utopía" en el siglo XV: una renta básica universal.
La idea parece ciertamente utópica, en el sentido de que parece fantásticamente irreal: ¿podríamos realmente imaginar un mundo en el que todos reciben dinero suficiente como para cubrir sus necesidades básicas, sin tener que hacer nada a cambio?
Algunas evidencias muestran que es una idea que vale la pena considerar. En los años 1970 el concepto se probó en un pueblo canadiense llamado Dauphin, donde, durante años, miles de habitantes recibieron cheques mensuales.
Y resultó que garantizarle a la gente un ingreso tuvo efectos interesantes: menos adolescentes dejaron la escuela, menos personas fueron hospitalizadas con problemas de salud mental. Y casi nadie dejó de trabajar.
Hoy en día hay nuevas pruebas que se están realizando en otros lados para ver si ocurre lo mismo.
Sería, por supuesto, algo carísimo. Imagina que le dieras a cada adulto en EE.UU., por ejemplo, US$12.000 al año. Eso insumiría el 70% de todo el presupuesto federal.
Parece imposiblemente radical. Sin embargo a veces las cosas imposiblemente radicales suceden.
En el 1920 no había uno solo estado en EE.UU. que ofreciera jubilaciones. Pero para 1935 Frances Perkins había logrado que se entregaran en todo el país.
Crédito: Kirstin Downey escribió la biografía de Frances Perkins, llamada: "La mujer detrás del New Deal".
Este artículo es una adaptación de la serie de la BBC "50 cosas que hicieron la economía moderna". Abajo encontrarás otros episodios de la serie.