Mi deportación de Venezuela
Por Patricio Nunes, periodista de Canal 13
Son las 10 de la mañana del jueves 23 de marzo. Primer día en Caracas, la ciudad más violenta de Sudamérica y sumergida en una crisis económica y social. Salimos del hotel junto a mi equipo, un camarógrafo y un conductor local, cuando nos percatamos que justo en el supermercado del frente había un fila de alrededor de 50 personas esperando entrar para comprar. La noche anterior me dijeron que el barrio Santa Eduvigis, donde estamos, es tranquilo. Seguro.
Decidimos grabar. A cada persona que hace una cola le dan un número o le marcan en el brazo para asignarle preferencia. Noto una mujer que reclama a viva voz porque hay gente que se había colado. En Venezuela operan mafias que "rompen" filas y que ante cualquier reclamo, ocupan los golpes. Así, a puños y patadas, murió una persona hace un tiempo. Esa mujer vociferaba frente a mí, mientras las rejas se encontraban cerradas.
A las 10:05 de la mañana nos retiramos para seguir nuestro reporteo. Habíamos quedado de acuerdo de no grabar por más de 10 minutos en cada lugar por seguridad. La próxima parada era la morgue del barrio de Bello Monte, donde diariamente llega más de una decena de cuerpos de personas muertas, la mayoría a causa del descontrol reinante en las calles caraqueñas. Me subo al auto en el asiento delantero. También lo hace el conductor, y el camarógrafo en el asiento de atrás. Me comenta que nos vayamos, porque parece que alguien había llamado a la policía. Es común aquí que durante las colas hayan personas de civil que operan avisándole a los organismos de seguridad la presencia de periodistas o cámaras. "Sapos", en jerga callejera.
No tuvimos tiempo de echar a andar el motor cuando por el costado del conductor veo acercarse a tres efectivos del comando motorizado vestidos de negro, con chalecos antibalas, protecciones en las extremidades y armados con fusiles. Nos invitan a bajarnos e identificarnos. El cámara y el conductor ya están fuera del auto. Es mi turno.
La detención
- ¿Usted señor de dónde es?, me dice con voz seca.
- De Chile, le contesto.
- ¿A qué se dedica?
- Soy periodista.
- Hágame el favor de bajarse del carro.
Somos 3 para 3. Nos requisan los teléfonos celulares y la identificación. Al camarógrafo le hacen borrar todas las imágenes y luego le quitan la tarjeta de memoria. Nos sermonean. Uno en tono duro nos acusa de espías. De antirrevolucionarios. De querer desestabilizar. De mostrar sólo un lado de la historia. Discuten entre ellos qué hacer con nosotros. Mi conductor con un gesto me hace entender que posiblemente quieran un soborno. Pero no. Llaman refuerzos: el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional. Sebin, como lo conocen ampliamente los locales.
A las 10.45 llega una camioneta blanca doble cabina. Se bajan dos personas. Una con el brazo derecho vendado. Se identifican como la policía de inteligencia y nos hacen casi las mismas preguntas, pero van más allá. Quieren saber hasta el número de la habitación del hotel donde había llegado a dormir la noche anterior. El del brazo herido habla golpeado, pero con respeto. Nos dice que estemos tranquilos. Hace un llamado y me invita a subir a la parte de atrás del vehículo, porque vamos al edificio central para un interrogatorio. El camarógrafo y el conductor van en el auto adelante, escoltados por los tres motoristas que nos detuvieron.
Voy con relativa calma en el asiento trasero. La camioneta se abre camino entre el tráfico con una sirena que el oficial enyesado no deja de hacer sonar. El conductor le pasa una pistola frente a mis ojos a su compañero. Me asusto un poco y pregunto:
- ¿Y eso?
- Así como tú tienes micrófono, ésta es nuestra herramienta de trabajo. Tranquilo, me dicen nuevamente.
Llegamos a un edificio grande donde el Sebin tiene sus oficinas. Al ojo creo que hay 20 pisos o más. Tiene un look típico de oficinas públicas. Hay varios policías armados y unas rejas gigantes de fierro con puntas. Bajando de la camioneta, se acerca un oficial calvo, alto y con dos grandes cicatrices en la cabeza. Más tarde sabría que se trata del inspector Lemus. Me toma fuerte con sus dos manos y me conduce a una muralla. Al sentirme tratado como delicuente, le pregunto si estoy siendo detenido. Me mira, pero no me contesta. Estoy con mi camarógrafo al lado derecho de espalda a la muralla. El conductor, que tiene unos 60 años, más allá. Cuando el inspector Lemus me toma nuevamente el hombro para llevarme dentro, le corro el brazo:
- Tranquilo, me repite el policía de brazo vendado y le hace un ademán a Lemus para que me suelte.
Son las 11:30 y luego de esperar una media hora en una sala semi vacía, el inspector Vargas me hace entrar a su despacho. Antes de comenzar el interrogatorio, en una esquina leo "inteligencia para vencer" en un pendón.
- ¿Cuál es su nombre, profesión y qué hace en Venezuela?, me pregunta.
- Estoy haciendo un reportaje sobre la situación de su país con una mirada objetiva, le digo.
- ¿Y por qué estaba grabando una fila en un supermercado?
- Porque me llamó la atención. Llevo sólo horas en Caracas y desconocía lo que estaba permitido y prohibido grabar, le argumento.
Vargas anota todo en un cuaderno cuadriculado con un lápiz pasta. Luego de otros 30 minutos hacen pasar a mi camarógrafo. Le preguntan casi lo mismo para ver si coinciden las versiones. Ahora le toca al conductor. A ambos los hacen verbalizar su tendencia política. Arriba de un mesón está la cámara. La veo separada del lente y las tarjetas de memoria. A un costado, las identificaciones y celulares. Nos obligan a dar las claves y revisan los videos. Borran algunos. Quieren saber si tenemos facebook, twitter y cualquier otra red social. Las investigan. Así transcurrieron más de 4 horas. Vargas sale de la sala y me dice que van a hablar entre diplomáticos. La conversación queda grabada en una nota de voz que alcanzo a registrar con mi otro celular dentro de un bolsillo de mi pantalón.
La deportación
– Ellos (mi equipo) quedan libres, porque son de acá. Tú te vas a ir con unos funcionarios y te van a llevar para tu hotel. Vas a recoger tus pertenencias y te van a llevar para el avión a tu país.
– ¿Estoy expulsado?, le pregunto.
– Sí.
Hasta ahí estaba tranquilo. Lo esperaba. Lo que no imaginé es que sería el inspector Lemus, el calvo agresivo con cicatrices en la cabeza, el encargado de hacer cumplir el mandato. Para mi sorpresa, esta vez su trato fue más cordial. Al menos, no con la rudeza que lo recordaba. Nos subimos a un Toyota Corolla junto a otros dos veinteañeros agentes.
Al llegar a mi hotel, a 20 pasos de donde nos había sorprendido la policía grabando, estaban esperando otros 3 funcionarios de la seguridad venezolana y un tipo gordo, alto, de traje que parecía ser una suerte de gerente del hotel. Fueron 7 personas en total las que me acompañaron hasta mi habitación para ordenar el equipaje. Guardé con la mayor discreción posible los discos duros con el respaldo del poco material que alcancé a grabar. Uno en la mochila y otro en la maleta, mientras ellos hablaban de protocolos de entrega de un deportado en el aeropuerto. Me despido con un guiño del recepcionista que tan amablemente me había hecho el check-in la noche anterior. Me hizo un gesto de respuesta con su rostro que traduje como si me estuviera pidiendo perdón. No pude evitar pensar en el trayecto que los policías me podrían llevar a cualquier lado y no tendría ninguna posibilidad de defenderme. Sólo acatar. Resignarme.
Son las 4 de la tarde y llegamos hasta el aeropuerto internacional de Caracas. Tiene un estilo gris, frío, setentero. Me escoltan por un subterráneo. Un lugar oculto para el pasajero común. Veo pasillos largos con azulejos cuadrados amarillos. Pasamos por un grupo de militares y otros uniformados de migración hasta llegar a la oficina de un nuevo comisario del Sebin: Neolander Carballo.
El comisario Carballo no llega a los 40 años. Es de tez morena, sin barba y pelo peinado con gel. Camisa a cuadros azul y jeans. Está mal sentado en la silla de su despacho. Se nota molesto:
– ¿Tú dices que eres periodista?
– Soy periodista, le digo.
– ¿Sabes qué le haría a estos periodistas?, se dirige al inspector Lemus que está sentado al lado izquierdo mío. Los agarraría a coñazos hasta que se dejen de molestar. Sólo dan trabajo.
Lemus le acerca mi identificación y mi celular. Tira mi credencial y pasaporte. Me pregunta si he estado grabando acá con el celular. Le hago saber que no he tenido desde hace horas el teléfono en mi poder. Agrega que sólo me lo van a devolver cuando esté embarcando de regreso a Santiago. Me habla con voz alta sobre mala publicidad, amarillismo y lo que él considera una patudez, más que ejercicio libre del periodismo. Así por 45 minutos. Me entero que este mismo día fue también expulsado otro periodista. De Turquía. Lo mantuvieron esposado, porque su detención fue violenta y él, que no hablabla español, reaccionó.
La noche anterior, en el programa oficialista “Aquí nadie habla mal de Chávez”, conducido por un militar, comentaron que expulsaron a un periodista de la BBC por estar empleando "las oscuras artes de grabar con cámaras ocultas", agregando que “los derechos son para los venezolanos”.
Sigo en la oficina del comisario Carballo. Entra la policía de Migración venezolana. Me graban con dos celulares mientras me leen las razones legales de mi expulsión. Rato después me atrevería a preguntarle a la misma oficial que leyó mis derechos si saldría en el programa que conduce el militar vestido con uniforme verde olivo. Para mi desilusión, no será así. Creo.
Llega la hora de embarcar. Voy con tres inspectores del Sebin. Dos adelante y uno atrás. Otros cuatro oficiales de Migración divididos a mi derecha e izquierda. Los demás pasajeros que esperan el vuelo me miran como si fuera el compañero mal oliente del curso. Ese con que nadie quiere compartir pupitre.
De vuelta a Chile
- “Llegó el momento más triste. El de la despedida”, bromeo con uno de los escoltas que dudo tenga más de 20 años.
Me regresan el celular. Embarco.
Logro hablar por primera vez con mi familia y mi jefatura del canal. Tengo cientos mensajes y llamadas perdidas. Un venezolano de mi edad con el que comparto asiento me dice que escuchó mi historia y me ofrece el sandwich que se había comprado antes de subir al avión, porque sabía que no había comido nada desde la mañana. Una señora sentada adelante, también venezolana, se da vuelta y me regala un alfajor.
No me voy con rencor ni rabia.
Mientras prendo el computador para escribir estas líneas me pregunto cuánto ha gastado en pasajes aéreos la administración del Presidente Nicolás Maduro para devolver periodistas y camarógrafos por todas partes del mundo. ¿Por qué no destinar ese dinero en quienes más lo necesitan? Esos mismos que han perdido entre 7 y 8 kilos desde que asumió el sucesor de Chávez en el poder. Esos mismos que han tenido que urgetear en bolsas de basura para alimentar a su familia.
La libertad, que tanto enarbola como bandera de lucha el Gobierno venezolano, queda sólo en palabras huecas cuando se reprime la libertad de prensa y expresión.
Nadie esconde lo que no se teme que se vea.