John Sutter tenía un sueño.
De joven había dejado su Suiza natal, abandonando a su esposa y a una serie de acreedores, para buscar fortuna en el Nuevo Mundo.
Cruzando el continente norteamericano, se encontró con un grupo de misioneros y terminó en el territorio mexicano de Alta California, una de las áreas más fértiles de la Tierra.
Allá, no lejos de lo que hoy es Sacramento, Sutter comenzó a trabajar en el proyecto que esperaba que lo hiciera rico: New Helvetia (Nueva Suiza), un fuerte con tiendas y talleres, diseñado como la pieza central de una nueva y próspera comunidad agrícola.
Para 1848, Sutter ya llevaba en California casi una década.
En ese período, los colonos estadounidenses se habían separado del gobierno mexicano y el estado había sido ocupado por el ejército de EE.UU.
Pero el sueño de Sutter de construir una utopía pastoral remota todavía estaba intacto: incluso contrató a un hombre más joven, James Marshall, para que construyera un aserradero en el río cercano. Y fue Marshall quien primero encontró el oro.
En la mañana del 24 de enero, Marshall notó un brillo en el lecho del canal que estaban cavando para el molino de agua.
Como recordó más tarde: "Recogí una o dos piezas y las examiné atentamente, y teniendo un conocimiento general de los minerales, no podía recordar más de dos que de alguna manera se parecían (a lo que tenía en la mano)... hierro, muy brillante y frágil, y oro, brillante, pero maleable".
Lo golpeó entre dos rocas, y "descubrí que podía ser moldeado en una forma diferente, pero no se rompía".
Fue así como lo supo.
Le llevó "cuatro o cinco piezas" a Scott y dijo: "Lo he encontrado". "¿Qué es?", preguntó Scott, y Marshall respondió simplemente: "Oro".
Para John Sutter, la noticia de que sus hombres habían encontrado oro fue un duro golpe.
Sabía bien que una fiebre de oro haría añicos sus sueños de riquezas agrícolas, y, al principio, trató de encubrir la noticia.
Pero los hombres hablan, y los rumores se extienden. Después de unas pocas semanas, circulaban historias de que algunos de los empleados de Sutter habían estado usando trozos de oro para pagar los productos en las tiendas de Nueva Helvetia.
Intrigado, un editor y dueño de una tienda de San Francisco llamado Samuel Brannan fue a ver qué pasaba en persona.
Cuando Brannan se dio cuenta de que los rumores eran ciertos, lo primero que hizo fue abrir una tienda que vendía suministros de prospección.
Luego regresó a San Francisco, se vistió con sus mejores galas y atravesó la pequeña ciudad con un frasco de oro como un trofeo por encima de su cabeza.
"¡Oro!", gritó. "¡Oro! ¡Oro! ¡Oro del Río de los Americanos!".
En los próximos meses, todo cambió.
La noticia llegó a la costa este en agosto y, en diciembre, el presidente James Knox Polk la confirmó oficialmente al Congreso.
A comienzos de 1849, miles de aspirantes a prospectores ?conocidos como los "49ers"? inundaban el estado todos los días.
"Todo el país resuena con el sórdido grito de '¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!", lamentó un periódico, "mientras que el campo queda medio plantado, la casa está medio construida y todo descuidado, aparte de la fabricación de palas y piquetas".
Al principio, San Francisco quedó casi vacío de la noche a la mañana, ya que sus residentes corrieron a los campos de oro.
Pero tantos "49ers" llegaron a vivir ahí, que la ciudad cambió completamente.
En enero de 1848, San Francisco contaba con 800 residentes; a fines de 1850 tenía unos 25.000, muchos de ellos en chozas y carpas.
Tantas tripulaciones de barcos desertaron, esperando encontrar oro, que sus barcos se convirtieron en almacenes, tiendas, posadas e incluso una cárcel flotante.
La fiebre del oro de California fue una de las mayores migraciones masivas en la historia de Estados Unidos, con un estimado de 300.000 personas mudándose a la costa oeste en solo un par de años.
Con nuevos puertos, ciudades y ferrocarriles surgiendo para satisfacer la demanda, el estado se transformó, y nació el sueño del Golden State o el estado dorado.
La sombría ironía, sin embargo, fue que hubo más perdedores que ganadores.
Pocos prospectores se volvieron genuinamente ricos, mientras que los inmigrantes o las enfermedades mataron a decenas de miles de aborígenes y muchos de los que sobrevivieron fueron desplazados de sus tierras.
En cuanto a James Marshall, su aserradero fracasó y terminó su vida en bancarrota, mientras que John Sutter abandonó el proyecto de Nueva Helvetia y murió amargado.
Para los que lo encontraron, el oro no fue más que una maldición.